¿Quién, en su infancia, no ha
sentido alguna vez temor ante un largo pasillo, en ocasiones mal iluminado?
Peor aún si el pasaje tenía esquinas, recodos, espacios para albergar el miedo.
Toda una galería de amenazas se desplegaba, día tras día y, sobre todo, noche
tras noche, en ese preciso ángulo de la vivienda ante el que nos deteníamos con
el corazón desbocado, las piernas paralizadas y el oído atento.
¿No se
escuchaba acaso, remoto y al tiempo aterradoramente próximo, el hálito apenas
perceptible de una respiración, el roce de unas telas o unas palabras
susurradas en una lengua desconocida? ¿No adivinábamos, en ocasiones, el fulgor
del cuchillo o el rastro de una sombra huidiza en la pared?
Sin embargo, el pasillo, para atemorizar, no
necesita de recodos. Puede ser también un corredor rectilíneo, de longitudes
imposibles, con muros ciegos o, por el contrario, jalonados de puertas cerradas
o de cortinas agitadas por un viento real o inexistente, como sucede en el
inolvidable fotograma que, en la película de Paul Leni The Cat and the
Canary (1927), recoge el avance de la siniestra ama de llaves, quinqué en mano,
por un pasillo donde cada cortina parece perfilar un fantasma.
Paredes, techo y suelo pueden
confluir, en oblicuo, para acentuar la opresiva sensación de túnel. Alardes
ilusionistas similares fueron aplicados por Borromini en
la columnata de la
Galería Spada, para hacer parecer más largo un espacio que no
lo era tanto.
En el cine, el recurso técnico del travelling acrecienta
el vértigo de lo profundo; en la niñez, el mismo efecto alucinatorio es
alcanzado por la fantasía.
Hemos pasado miedo en los
pasillos. A un lado estaba la sala, luminosa y cálida, habitada de voces
humanas y de risas; refugio del que éramos expulsados o al que debíamos
regresar tras haber sorteado los mil peligros que nos tendía la imaginación.
Lugar de tránsito entre los
mundos, sombrío callejón que habita en la vivienda, desfiladero o garganta
entre las altas montañas en que nuestro temor transforma las paredes, el
pasillo es pariente próximo del pasadizo subterráneo, de las logias de los
castillos y de las galerías de los claustros por donde vagan los monjes muertos.
Ains los pasillos... precisamente mi madre me comentaba la semana pasada la inquietud y el cuantoanteslopasemejor del pasillo del barco donde mis padres han pasado sus vacaciones y que siempre esperaba encontrarse a dos niñas gemelas muy raras cogidas de la mano al final. Así que no sólo en la infancia, los pasillos inquietan y mucho
ResponderEliminarSí, parece que inquietan... De pequeña, viví en una casa que tenía un largo pasillo que, al final, doblaba en ángulo. Y allí, para mi desgracia, estaba el baño de los niños. Cada vez que tenía que ir, sobre todo si había oscurecido ya, estaba segura de que había todo tipo de monstruos agazapados tras la esquina, dispuestos a atraparme. Así que, para ponérselo difícil, corría como una loca... y siempre chocaba contra la pared. Entiendo a tus padres, Casssandra.
EliminarEs verdad. Los pasillos siempre han dado miedo. No sé bien si es porque son estrechos y algo angustiosos o porque a fuerza de verlo en cualquier arte lo hemos interiorizado, pero rara es la persona que no siente, al menos, cierto respeto ante ellos.
ResponderEliminarLos túneles, que son pasillos especiales, dan más miedo incluso. Son más largos, estan debajo de algo, es más difícil ver el final y mucho más fácil imaginar cosas espeluznantes a la salida. Resultan especialmente claustrofóbicos.
GRACIAS Carmen por esta propuesta tenebrosa, o al menos de miedo. Menos mal que el pasillo de mi casa tiene poco más de dos metros, ¡Y ya es bastante!
Es verdad, lo de los túneles es peor aún. Sobre todo, por lo que dices: están debajo de algo.
EliminarSe fue la luz y me quedé con el comentario a medias, aguado, noqueado. Quizá el golpeado haya sido yo. Estas compañías nos desprecian y ningunean constantemente. Se ríen de nosotros con una sonrisa hiriente, maleducada y engreída. Temo más a Iberdrola y a sus facturas que a encontrarme en un pasillo muy largo con Jack Nicholson al fondo. En fin. Que me ha dado rabia. No lo puedo negar. Y con eso me quedo.
ResponderEliminarCon el Sr. Nicholson estaba entonces. En resumen, decía que a mí los barcos me encantan, me emocionan: sus corredores, el olor a mar, a sal, el vaiven de la nave, el zumbido sordo del motor... Todo eso lo echo en falta. Y en eso discrepaba de anteriores opiniones vuestras.
Pero, afirmo, qué duda cabe, que no me gustaría encontrarme en el pasillo del barquito de marras con dos gemelitas que me miran con fijeza. En ese caso el pasillo se convierte en corredor. Aunque no sea más que un pobre juego de palabras y de falsedades etimológicas. Pasillo se relaciona con paso y corredor con correr, pero, para ser exactos, con corrido. Y así no cabe el juego tonto, pero quedaba bien. Porque yo entiendo lo de acelerar el paso al toparse con las gemelas o con Jack. Incluso, en el triciclo de la foto, pedalearía con furia si, además, este señor viniera acompañado de sus herramientas preferidas, que todos conocemos. Pero no hacen falta esos aditamentos de actores sonrientes o de niñas cogiditas de la mano. Entiendo muy bien lo de los túneles. Quizá por el peso de la montaña o la falta de puertas de escape o la longitud, la falta de luz o de aire... Quién sabe. Entiendo también que si el pasillo es largo y anguloso la imaginación puede crecer. ¿Qué nos espera? Se lo preguntaremos a Jack. Ese señor lo sabe todo sobre corredores.
Tienes razón, Daniel: ¡Iberdrola asusta más que Jack Nicholson con un hacha!
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