domingo, 21 de junio de 2020

A través de la piedra





Sin la humedad y la presión del aire, sin la textura de la roca, sin el movimiento de las sombras y la luz, sin el olor, sin los sonidos y el silencio, sin las presencias, ¿cómo podría haceros sentir la emoción? ¿Podré? No, no podré. Sea como sea, adentrémonos, adentrémonos en la piedra y la tierra, en la memoria. ¿Aquí? ¿Es suficiente? No, no, estamos “demasiado cerca del mundo exterior”, como escribe Macfarlane, “demasiado cerca del tiempo relatado como de costumbre”. Hay que alcanzar el otro tiempo, “la vida lenta de la roca”.



“Sales de la cueva y vuelves al paso desbocado del tiempo. Vuelves a los nombres. Dentro de la cueva sólo hay presente y nada tiene nombre. Dentro de la cueva hay miedo, pero el miedo está perfectamente equilibrado con la sensación de protección”, nos dice John Berger.



Dentro, es otro el tiempo, otro el relato. Sin nombres. Otro es, también, el espacio. Berger se pregunta en qué “tipo de espacio imaginario” vivieron aquellas personas. Y añade: “Para los nómadas, la noción de pasado y la de futuro están supeditadas a una experiencia espacial, la de en otra parte. Algo que ha desaparecido, o que espera, está oculto en algún lugar, en otra parte”.





“En lo más profundo de la cueva, que significa en lo más profundo de la tierra, estaba todo: el viento, el agua, el fuego, lugares lejanos, los muertos, el rayo, el dolor, los caminos, los animales, la luz, lo no nacido…”. Están aquí, decimos, o aún están, y a veces sentimos su mirada. Nos observan. Desde dónde, desde cuándo, desde qué cuerpo ausente nos perciben, no sabemos. Todo estaba en lo profundo de la cueva, dice Berger: también “lo no nacido”. Estábamos nosotros. Los nosotros de entonces, los nosotros que seremos. ¿Lo seremos? Esa presencia tan intensa que a veces nos espanta es la nuestra. Encierra una exigencia. Seremos.


Son otros, aquí abajo, los pliegues del tiempo, del espacio, de la tierra. Nosotros también somos los mismos y otros. Pero estamos juntos. Humanos y animales. Unos animales que, como dice Simon McBurney, vivían, viven, “en un presente enorme que contenía asimismo el pasado y el futuro. Un presente en el que la naturaleza no solo les era contigua, sino también continua. Entraban y salían de un continuum de todo lo que los rodeaba. Y si la roca estaba viva, ellos también. Todo estaba vivo”. 



Un continuum que es también espacial, como señala Berger: nada está enmarcado en en esa pintura que carece de límites, que fluye “se deposita, se superpone” y donde “nada confluye con nada”. No se trata de distancia, indica, sino de coexistencia. Juntos, sí. Donde coinciden el pasado y el futuro. Vivos.


Quienes fuimos, quienes somos, quienes seremos. La mano en la mano. Cuando apoya la suya sobre las manos pintadas, Macfarlane siente el calor de la mano que presiona desde la piedra: “palma contra palma, dedo contra dedo…”. Esas manos, dice Berger, “están allí para tocar y marcar todo lo presente y la frontera última del espacio que habita esta presencia”.



Berger intenta dibujar a la leona y el león de Chauvet. Se da cuenta de que "la pared de roca a su alrededor, que tiene el color de la piel del león, se ha convertido en león".





Y entonces, el sonido, “un sonido inmenso, distante, irreconocible” que la aparición arrastraba consigo y que el artista debía localizar para saber “dónde empujaba o presionaba la superficie”, allí donde “permanecería visible incluso después de haberse retirado”. Un sonido que se hace forma, que elige el lugar donde mostrarse: aquí, el avance sigiloso de los felinos; allá, el rugido de la fiera o el galopar de los caballos. “Sostengo que las  grutas paleolíticas son instrumentos de música cuyas paredes fueron decoradas”, escribe Pascal Quignard, y añade: “se las pintó en lo invisible. Son cámaras de eco, y el eco determinó la elección de las paredes decoradas”. Así fue, parece ser. 


La presencia empujaba en lo oscuro: voz, cuerpo, movimiento. “No importa el tamaño que tengamos cuando empujamos la superficie, podemos ser inmensos o pequeños, lo único que importa es lo lejos que hayamos llegado atravesando la roca”, leemos en Berger. Estas pinturas, nos cuenta, “se hicieron donde ya estaban para que existieran en la oscuridad. Eran para la oscuridad. Fueron escondidas en la oscuridad para que lo que representaban sobreviviera a todo lo visible y prometiera, quizá, la supervivencia.

Lo que pintaron parece un mapa, dice Anne.

¿De qué?

De la compañía en la oscuridad.

¿Quién está? ¿Dónde están?

Aquí, llegados de otra parte...”


 

“El drama de las primeras criaturas pintadas no se halla ni a un lado ni en el frente, sino que está siempre detrás de la roca. De donde salieron. Como lo hicimos nosotros…”, escribe Berger. Volvemos al libro de Macfarlane para leer que, según “las leyendas dakotas de la creación, los seres humanos salieron al mundo exterior por Wind Cave y se quedaron asombrados al ver el espacio y el color”.


Detrás de la roca. Del interior de la tierra. “De donde salieron. Como lo hicimos nosotros…”.

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 “¿Somos buenos predecesores?”, pregunta Jonas Salk. 


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