sábado, 5 de noviembre de 2022

El lugar de la feliz llegada

 



Son dos niñas. Su edad está comprendida entre los siete y los once años. Juegan a pelota en un recinto en cuyo centro está la estatua de un niño a caballo. A las niñas se las conoce como «portadoras de las cosas indecibles» o «portadoras de rocío». Una noche, una mujer coloca sobre sus cabezas algo que deben llevar, pero ellas ignoran qué es. Las niñas descienden a un pasaje subterráneo y, llegado a lo más hondo, dejan lo que llevan y toman otra cosa, completamente envuelta. Las niñas regresan a sus casas. Al año siguiente, otras ocupan su lugar. Nadie reveló nunca qué llevaban y traían las niñas.









Aún lo vio Pausanias en fecha tan tardía como el siglo II de la era común, cuando Atenas “ya lo había perdido todo, a excepción de las estatuas”.


Fotografía de Ricardo André Frantz


Las niñas, hemos dicho, llevaban algo sobre sus cabezas. Karl Kerény nos habla de las vasijas que mujeres y niñas llevaban sobre la cabeza en las procesiones. Podía ser el kykeon, destinado a bebida, o las thymiateria, que tenían agujeros en la tapa, llevaban fuego en su interior y servían para ofrendas de humo.

En Eleusis, era frecuente que las ofrendas fueran de frutas y otros productos de la tierra.




Mirad lo que lleva en la cabeza ella, la que siempre vuelve, la "señorita presurosa", como decía Aby Warburg :




Las cariátides se conocen como “cistóforas”: portadoras de cestos donde transportaban los objetos de los misterios. Muy estimadas por Ramón Gómez de la Serna, en cuanto se descuidaban les plantaban un entablamento encima de la cabeza.

No solo un entablamento. No solo a aquellas a las que conocemos como cariátides.



El juego de las niñas de las que nos habla Calasso y, sobre todo, su recorrido nocturno y subterráneo me conmueven. ¿No presentís la temperatura y los olores del aire aquella noche –que fueron muchas noches-? ¿No os alcanza la emoción de aquellas dos niñas –que fueron muchas niñas-?



***

Calasso no habla de Eleusis en esas líneas. Kerény, sí. Eleusis es "el lugar de la feliz llegada". Antes se llamó Sesaria. "Sésara era el nombre de una heroína eleusina. Su nombre, «la que sonríe», sin duda denota un aspecto de la diosa del mundo inferior". He visto esa sonrisa en el rostro de una mujer que se despedía de ese lugar para regresar pronto a él. Volverás. Volveré. La sonrisa se dirigía a otra mujer que también partía y regresaba, regresaba y partía. Hemos llegado a Eleusis.





He de hablar sobre esas mujeres, sobre esa sonrisa. Sobre el viento y los seres veloces, también en sus metamorfosis. De aquello -así dije- que Acteón no podía comprender. Tampoco Klossowski. Sobre el mañana que está a nuestra espalda. Sobre la muchacha indecible que es el umbral entre los vivientes -animales y dioses- y los humanos -vivientes asimismo, pero tan perdidos...-.  Sobre el "caminar jubiloso de la ninfa", como escribió Alberto Ruiz de Samaniego.

Lo dejo, de momento, con estas palabras de Agamben. Lo dejo, sin dejarlo.




«Bienaventurado aquel entre los hombres de la tierra que ha percibido esto».
















domingo, 9 de octubre de 2022

Michel Serres y Bruno Latour conversan

 


Ellos hablan, yo escucho. A través de la lectura, escucho. El hombre de más edad, que en junio de 2019 dejó de acompañarnos, dice cosas como estas:

Que “una idea contra otra idea es siempre la misma idea” y permanece “en el mismo marco de pensamiento”. Que solo desde el desierto, solo de “quienes se retiran y no están inmersos en el ruido y la furia de las discusiones repetitivas” podemos esperar una idea nueva.


Moebius


Que son los pueblos más pobres los que llevan consigo nuestro futuro; que “los más frágiles aportan la grandeza y la novedad”.

Que basta de fetiches, de ídolos, basta de adorar estatuas. Que hay que desconfiar de “donde siempre se tiene razón, donde se es el más sabio, el más inteligente, el más fuerte”. “Mi ética –afirma- me prohíbe jugar a ese juego. Admito de buena gana, antes de empezar, que no siempre tengo la razón”.




Que "antes de organizar el bien ajeno, que muchas veces equivale a hacerle violencia, es decir, daño, la mínima obligación requiere que evitemos con cuidado hacerle ese daño".

Que lo que importa es el desplazamiento.


Moebius


“Vamos, levántate, corre, salta, revuélvete, baila; como el cuerpo, la inteligencia requiere movimiento”.


Moebius


“¿Y si la sabiduría y la fragilidad van de la mano?”, pregunta.

Michel Serres se lo dice a Bruno Latour. Y yo escucho.








viernes, 2 de septiembre de 2022

El Fayum: ¿cómo tan vivos?

 


¿Cómo tan vivos, estos muertos? ¿Cómo tan próximos? Mirad sus rostros y decidme: ¿no pensáis, ante algunos de ellos, “pero yo… le conozco”? De verdad, ¿no los reconocéis como a personas con las que habéis tenido o tenéis trato? ¿En otra, en otras vidas? No, me refiero a esta vida –nada sé de otras-.



Su mirada no estaba destinada a la nuestra. ¿En qué nos convierten nuestros ojos posados en los suyos? Ojalá nos viesen mirarles.



¿Ellos nos miran? No. Podemos soñar que lo hacen, pero ¿desde dónde nos miran? Desde un lugar neutro que no es la muerte ni la vida, indica Jean-Christophe Bailly. ¿Un lugar o un cuándo? Pienso a veces que al viajero del tiempo –y tal vez lo son, lo somos, o ninguno lo es- no habría que preguntarle de dónde viene, sino de cuándo viene. O a cuándo va. Si es que lo sabe.




¿Cuándo? ¿Dónde? No es la muerte ni la vida. Pero quizás, no obstante la insalvable distancia, se aproxima más a esta. El más allá egipcio reside “en la continuidad de lo que tiene relación con la vida, desde la vida”. En Egipto, los muertos son lo contrario de los que se van; ellos están surgiendo, partidos hacia el ser de otro modo distinto que los vivos”.

 John Berger, quien escribe también sobre El Fayum, indica que "en la pintura egipcia tradicional no se representaba a nadie de frente porque la vista frontal abría la posibilidad opuesta, la de la perspectiva posterior de alguien que se da la vuelta y se va"-.




No, ellos no se van. Es este “un mundo donde morir no es desaparecer sino únicamente dar un paso del lado del ser”. El mundo no necesita ser “salvado”, sino conservado.

Desde la vida.




Es “un umbral, es el umbral mismo –frontera y pasaje-. Estos rostros vienen a nosotros como eso, y talmente en el límite, sobre el umbral, que es como si estuviesen a la vez en una parte y en otra”. 




“Frontalmente, en el umbral, el rostro es una puerta: y una puerta que se abre a los dos lados, a la vida y a la muerte, hacia la fragilidad de la apariencia y hacia la eternidad del rostro detenido”.



¿Dónde, cuándo están?

Ellos “están al borde del tiempo”, escribe Bailly. No esperan, no piden. Son, señala Berger, "hombres y mujeres que no hacen ningún llamamiento, que no piden nada y que, sin embargo, declaran que están vivas, como lo está quien las esté mirando. Encarnan, pese a toda su fragilidad, un respeto hoy olvidado por uno mismo. Confirman, pese a todo, que la vida fue y es un don".



Callan. Es “en principio este silencio lo que los hace tan próximos y los vuelve en un cierto sentido modernos, unos muertos (o unos vivos) de todos los días”, dice Bailly.

Los suyos no son retratos de orantes, “sino de testigos, cada uno como a punto de decir el secreto que no conoce aún”.



"Cómo se escribe una vida en el tiempo es lo que cuenta un rostro" (Jean-Christophe Bailly).



***



La mayor parte del texto procede de la obra de Jean-Christophe Bailly La llamada muda. Ensayo sobre los retratos de El Fayum. Traducción: Alberto Ruiz de Samaniego. Exposición Retratos de El Fayum+Adrian Paci: sin futuro visible, Museo Arqueológico Nacional, 2011.

También John Berger escribe sobre los retratos de El Fayum:











viernes, 29 de julio de 2022

El temblor del ángel

 


Pensar, lo que se dice pensar, parece ser que no piensan demasiado. Por eso, y por su ausencia de lógica, algunas personas afirman que son tontos, pero yo creo que se equivocan. Ellos, en realidad saben y ven mucho, aunque no vean ni sepan todo, claro. Ven y saben de otra manera. A través de la intuición, por ejemplo.

No necesitan nada del exterior: los acontecimientos que “al hombre le proporcionan un mayor conocimiento del mundo y de sí mismo, le sirven de espejo, fijan sus límites, sus posibilidades, y le ayudan a designarse con nombres”, les son innecesarios.

Carecen de instintos, emociones y necesidades. Su único instinto “es el de la compasión. Una compasión infinita y pesada como un firmamento”.

El ángel tiembla “como solo puede temblar un ángel, que no tiene cuerpo”.


Paul Klee


Todo esto lo cuenta Olga Tokarczuk, que sabe de la ternura de los ángeles.




Hay en el libro fronteras invisibles, un juego de los mundos, agujeros por donde la realidad se escapa y también “lugares donde la materia se crea a sí misma y surge de la nada. Siempre se trata de pequeños terrones de la realidad, insignificantes para el todo y que por tanto no amenazan al equilibrio del mundo”.

Está el tiempo de los animales y de los niños pequeños y de los ángeles y de las personas que no son como las otras personas. Hay también sellos y muchas más cosas: incluso molinillos de café que, tal vez, “sean el eje de la realidad en torno al cual todo gira y evoluciona; tal vez, sean más importantes para el universo que los propios hombres”.




Leo en otro libro acerca de un molinillo que muele el tiempo, la edad del mundo. Está guardado por nueve cerrojos y encerrado bajo tierra. Se habla de él en el Kalevala, la epopeya finlandesa recopilada por Elias Lönnrot en el siglo XIX.




Recuerdo ahora un breve texto de Derrida: “¿Cómo no temblar?”. Nos habla de las bombas, de la enfermedad, del terremoto, del trémolo de la voz: “se puede temblar de miedo y se puede tener miedo de temblar”. No podemos “no temblar en el momento de pensar, de escribir y, sobre todo, de tomar la palabra”. Temblar de frío, de emoción; temblar, también, “en el sentido del deber, del pudor, de la decencia y de la modestia, también del valor, incluso ahí donde se tiembla de miedo”; “aceptar la falla, el fracaso, el desfallecimiento”: “dudar, tartamudear, hablar con voz entrecortada”.




Temblar como un ángel, como un árbol, como el agua, como la tierra. O, tal como lo leemos en el Zohar, como Dios: cuando “estaba a punto de crear al hombre, entonces comenzó a temblar arriba y abajo de todas las criaturas”. 

Se pusieron a temblar los textos. Temblaron en Calasso los -ṛṣi, conocidos también como vipra, “una palabra que indica vibrar, estremecerse, temblar. Inmóviles, encerrados en la jaula de la mente, vibraron. Se criaron tapas en sí mismos” (tapas: calor, ardor). Martin Buber nos habló de los temblores de Baal Shem Tov: temblaba él y el agua en la tinaja y el grano en su saco. Y él ardía.









“Solo busco pensamientos que tiemblan”, escribe Quignard.

Como un árbol, como el agua, como la tierra, como las llamas.





Temblar como si se acercase un Tyrannosaurus rex. ¿Pero es que acaso no se acerca a cada instante?



sábado, 11 de junio de 2022

Piel, umbral, presencia

 


“Resulta desconcertante que, mientras capta lo que le rodea, mientras observa y da forma a su percepción, el artista no dice, de hecho, nada sobre el mundo ni sobre sí mismo, solo que se tocan el uno al otro”, escribe Juhana Blomstedt. El artista, añade Juhani Pallasmaa, “toca la piel de su mundo con el mismo sentimiento de asombro con el que un niño toca una ventana con escarcha”.


Esta imagen fue tomada en el Memorial Passagen construido por Dani Karavan en Portbou, en memoria de Walter Benjamin. Una frontera, un final. Ignoro el nombre del autor de la fotografía.


De Pallasmaa paso a Kahn, quizás por ese concepto de “frontera” al que alude el finlandés al hablar de la obra de arte como algo que “centra la mirada en la superficie que hace de frontera entre nuestro yo y el mundo”. Kahn nos habla de los “muchos, muchísimos umbrales” del “movimiento, del silencio a la luz, de la luz al silencio”. Fronteras, umbrales, punto de encuentro, “creación de las presencias”.


Juhana Blomstedt




Warburg ofrece otra visión de la frontera: “El acto de interponer una distancia entre uno mismo y el mundo exterior puede calificarse de acto fundacional de la civilización humana; cuando este espacio interpuesto se convierte en sustrato de la creación artística, se cumplen las condiciones necesarias para que la conciencia de la distancia pueda devenir en una función social duradera”. 




Vuelvo a Kahn: “Amo los inicios. Los inicios me llenan de maravilla”.

En ello estoy, como siempre: en los inicios, en la maravilla. De todo esto, como de tantas otras cosas, apenas sé. Intento aprender.  Desde este no saber recuerdo el consejo de Edmond Jabès: "No digas nunca que has llegado”. Cuando un artista, un escritor… dice: “he llegado, tengo la fórmula, sé”, pierde interés. Es como si cegase esos umbrales donde debería suceder la obra y, así, hiciese imposible esa “creación de las presencias”.


O, como dice Reb Lami, "No digas nunca que has llegado; porque, en cualquier parte, no eres más que un viajero en tránsito".



sábado, 22 de enero de 2022

Giambattista Tiepolo y Roberto Calasso: no se perdona la felicidad

 


Los Tiepolo me dan alegrías. Últimamente, dos: una, de la mano de Giandomenico y Agamben; la otra, de Giambattista y Calasso. De la primera ya os hablé en otro lugar y hablaré en este, pero es turno ahora del padre. Apenas se sabe nada de su vida, lo cual está muy bien. Él, a lo suyo: a pintar. “Su vida era transparente, como el vidrio. Nadie la notó. Todos miraban el paisaje que se extendía detrás”. De él –de su pintura- dice Calasso que es “el último soplo de felicidad en Europa” y que, como “toda verdadera felicidad”, está “llena de aristas oscuras”. Esa “felicidad no le fue perdonada”, escribió uno de sus contemporáneos, Zanetti.







Tiepolo viaja con su troupe, con su tribu, de techo en techo: todo cielo, nubes, telas, luz. “Es un idólatra de la luz vestida de ser humano”, afirmó Manganelli. Luz, aire, fluidez. ¿Y las “aristas oscuras”? ¿Qué sucede en los Caprichos y en los Scherzi?”, pregunta Calasso. ¿Qué pasa con ese “mundo heterogéneo y divino, animal y humano” en el que se da cita “los orientales, las serpientes, los efebos, las sátiras, los búhos”?

Todos ellos conviven en un terreno elevado. Serios, “señalan algo con el dedo o miran algo que les es señalado. Quizás estupefactos, quizás aterrorizados. Algo está sucediendo —y nunca es del todo seguro de qué se trata. Quizás lo que sucede es invisible, es lo invisible que se deja percibir”. El pintor no renuncia a la luz: muestra “que cada misterio se dejaba tranquilamente acoger en ella”.




"El señor del lugar es la serpiente", escribe Calasso. Ese lugar no es solo el de los grabados.




Los Scherzi “son una novela muda. Como todos los seres esotéricos, Tiepolo no dice nada acerca de su secreto. Solo lo muestra. Sabía que con toda probabilidad no se reconocería, y en efecto así fue”.





 

Tiepolo se resistió a venir a España. Con razón. No le fue bien aquí: de hecho, le fue tan mal que se murió. Sus obras fueron despreciadas. Este no es lugar para felices, sino para palos tiesos como Mengs. Que no digo que pintase mal, no, sino que era un palo tieso.



Os contaría muchas más cosas, sobre todo acerca de los orientales -“aquellos que actúan y miran”, presentes en toda la obra de Tiepolo y no solo en sus grabados-, pero será mucho mejor que os lo cuente Roberto Calasso. Muchísimo mejor.




Os dejo con otra obra de Tiepolo y con uno de sus ángeles. Todas las imágenes que acompañan este texto (o a las que el texto acompaña) pertenecen a obras de Giambattista Tiepolo.