sábado, 26 de marzo de 2016

Donde nacen las palabras





Pensaba viajar hoy con vosotros a un país lejano en el que aún, por estas fechas, habita el frío, pero nuestra amiga Joseme me ha convencido para que me quede en casa. La idea me gusta, porque se trata de mostrar dónde nacen los textos que leéis aquí, los relatos, los ensayos y, en fin, lo que os alcanza desde la pantalla del ordenador o desde el papel. 

Natalia Goncharova, Invierno en Moscú

A menudo, en mis textos, he abierto la trastienda de la investigación: me gusta mostrar los entresijos, las búsquedas, los felices azares, la desorientación, la gratitud, la fatiga, los errores, los hallazgos, el júbilo, todo aquello que generalmente no se muestra pero que es el sustento de lo que al fin se hace público. Ver este otro lado procura un placer similar al que se siente cuando accedes al almacén de un museo y contemplas las obras allí guardadas, o cuando observas entre bastidores los ensayos de una representación teatral. Así que, adelante, os invito a visitar el lugar donde nacen mis textos. En concreto, esta mesa:



Comparto la silla con la gata: ella suele acurrucarse detrás de mí, o bien se encarama al respaldo y se queda allí, como una estatua, o se apodera de uno de los apoyabrazos. En otras ocasiones se adueña del teclado o decide utilizar la pantalla del monitor como baranda donde apoyarse para mirar por la ventana: en esos casos, se suscitan pequeños conflictos entre nosotras.


Hay dos ventanas en esta salita en la que, en algunos momentos, la gata Yu me deja trabajar. A veces un gato nos mira desde el tejadillo; a menudo, lavanderas y golondrinas revolotean y golpean en los cristales de las ventanas. 




A mí me gustaría ver el mar, desde las ventanas, o un río, o árboles: todo aquello que canta y siempre cuenta historias. Veo el tejadillo y el cielo y sé que soy afortunada. Escribo a trompicones: cada poco tiempo brinco de la silla y salgo a ver montaña, perra, gatos, árboles y el horizonte del mar, cuyo azul debo adivinar porque no se alcanza a ver desde la casa. No se ve, pero se sabe y desde él nos llega, cuando a primera hora de la tarde se alza la brisa o durante algunas noches de verano, su intenso olor. 







Soy desordenada. Como veis, los libros se reclinan unos en otros, se amontonan y se reúnen en los estantes con los objetos más variopintos: cepillos, grapadoras, juguetes de la gata e incluso títeres de guante como Do, un regalo de mi añorada Lola, a quien todos los que la conocimos recordamos con inmenso cariño. 




Los libros andan desparramados por toda la casa. Yo creo que, de cuando en cuando, incluso se dedican a cambiar de estantería o de habitación para jugar con nosotros al escondite, y ahí empieza el habitual diálogo de si sabes dónde está tal libro, ¿no está en su sitio?, y a saber cuál es su sitio o si algún amigo pasó por aquí y se lo llevó prestado. La vida viajera de los libros, ya sabéis.






Tres títulos en particular llevan toda la vida jugando con nosotros: los tres primeros volúmenes de los relatos de Julio Cortázar publicados por Alianza Editorial: Ritos, Juegos y Pasajes; Negro sobre negro, de Leonardo Sciascia, y Usos amorosos del dieciocho en España, de Carmen Martín Gaite. Los compramos, desaparecen, volvemos a comprarlos, de repente reaparece uno de los volúmenes perdidos pero se extravían dos más, y así estamos siempre, comprando una y otra vez estos libros que a veces se reúnen, repetidos, en alegre cuadrilla y, otras, desaparecen de uno en uno o todos a la vez, como si se fuesen de excursión.





Bien, ya os he enseñado mi guarida. Como veis, escribo arropada por animales, libros, juguetes, amigos que, aunque se fueron, están aún a mi lado y amigos que están junto a mí y no quiero que se vayan nunca; escribo desde la añoranza del mar próximo, desde los ladridos de los perros y los cantos de los pájaros, desde los árboles donde hace tantos años dejé de encaramarme; escribo desde la complicidad y el cariño, desde las preguntas que siempre desencadenan nuevas preguntas, desde lo poco que sé y entiendo y lo mucho que me gustaría saber; escribo a veces, lo habréis notado, desde cierta tristeza, como cualquiera, pero mucho más a menudo escribo desde la alegría, también como cualquier otra persona. Escribo desde aquí. 


¿Desde dónde escribís vosotros? Os lo pregunto a todos pero, en particular, dirijo esta pregunta a Elisenda SeguraRosario RC, Josevi Blender, Roy Bean y Juan Carlos Vinuesa Jaca.




  

sábado, 12 de marzo de 2016

Tocar ciudades: Ramón Gaya




Ramón Gaya (1910-2005)



Pasé a menudo por delante del edificio donde Ramón Gaya tenía su estudio en Valencia, lo hice también, en alguna ocasión, por el que mantenía en Roma, pero yo aún no sabía que en esas casas no cesaba de producirse el milagro que es la pintura de Gaya. Cuando lo supe, nada cambió más allá de mi arrobo: podéis imaginar que no era yo capaz de presentarme así, por las buenas, y decirle: “señor, le admiro”. ¡Y cuánto le admiraba vivo, cuánto le admiro! Tanto que, al empezar a escribir sobre este artista, me he dado cuenta de que no puedo encerrar en un solo texto la emoción que suscita en mí. Así que, ¿por dónde empezar? ¿Por sus homenajes a otros grandes artistas, por sus naturalezas tan vivas que es imposible llamarlas muertas, por sus retratos, sus paisajes….? ¿Por dónde? Por sus ciudades, decido de pronto. Empezaremos con sus ciudades y, en otro momento, nos regocijaremos con otras de sus obras: porque, os lo aseguro, hay una dicha incontenible en su arte.

Ramón Gaya, Los jardines de Monforte en Valencia, 1976

He hablado de milagro porque es la palabra exacta. Todo en él es milagro: el cristal, la flor, la fruta, es estallido de luz, la carne es caricia, el sol, la lluvia, el cielo, el agua, son, como sus ciudades, lugares de donde no se quiere regresar. Hay un prodigio de sensualidad, profunda y delicada, en la obra de Gaya. Y hay prodigio, también, en la transmutación de las diversas técnicas pictóricas que utiliza, ese modo en que óleo, acuarela, gouache, pastel, se transfiguran y, a menudo, asombran al observador. Pero, si os parece, emprendamos ya el viaje con Ramón Gaya.

Ramón Gaya, El Nilo, 1998

Gaya vivió exiliado en México durante muchos años. En 1952, visitó Europa y, a lo largo del año, estuvo en París, Venecia, Florencia y Roma. Fue solo el primero de una serie de retornos e incluso, como sucederá en el caso de Roma, de permanencias.

Ramón Gaya, Merendero de Chapultepec, 1947

Ramón Gaya, Veracruz al atardecer, 1949

Ramón Gaya, El merendero por la mañana, 1949

Gaya, que como escritor es también asombroso, nos ofrece en sus libros reflexiones exactas y sugerentes sobre el arte, los artistas, las ciudades y lugares que visita. Sobre París, una ciudad que visitó también siendo muy joven, antes de la guerra y el exilio, las alusiones son, en la mayor parte de los casos, museísticas. París es arte, son museos, son exposiciones y es también mercado del arte, escaparate.


Ramón Gaya, Hindú en el Louvre, 1958
 
En Montmartre, al atardecer -¡los atardeceres de Gaya!- irrumpe la nota íntima: “La noche no era allí algo que cae, sino que sube, que brota de la ciudad con una lentitud implacable, hambrienta, y percibí, de pronto, un silencio descomunal -un silencio que había olvidado-, un silencio tan grande que no excluye los ruidos, que no necesita excluir los ruidos, puesto que los rebasa y, más fuerte que ellos, parece como si los acogiera para demostrarnos que no son nadie”.

Ramón Gaya, Desde Montmartre, 1953

En París pinta el Sena y a los pintores que lo pintan, pinta sus puentes. Los ríos –el Arno, el Tíber, el Sena, el Nilo- discurren con frecuencia por la sensibilidad y la obra de Gaya. 

Ramón Gaya, Otoño en París, 1956

Ramón Gaya, Invierno en París, 1956

Ramón Gaya, Pintores en el Sena

Ramón Gaya, Puente en París, 1958

Ramón Gaya, Punta de La Cité, 1978

Italia es también el arte: ¿cómo podría ser de otra manera? Pero es, asimismo, el deslumbramiento, es Gaya en carne viva, es darse de cara con la realidad, una realidad que para los italianos, descubre entonces, por dura que sea “significará siempre un esplendor”. Es una realidad descarada, pura carne, como en Roma, puro espíritu, como en Florencia, pura alma, como en Venecia. “Pero ese descaro de lo real –nos cuenta, desde Venecia- iba a encontrarlo, después, en muchas otras cosas, en las plazas, en las ruinas, en las iglesias, en los cuadros; porque Italia, en definitiva, es eso: un atrevimiento. 

Ramón Gaya, Castel Sant´Angelo, 1979


Ramón Gaya, Paraguas en el Puente de la Academia, 1955

Os cuento algo personal, acerca de la emoción que me produce este artista: Gaya consigue expresar no solo a través de su arte, algo para mí inaccesible, sino a través de sus palabras, mis sensaciones, mi modo de relacionarme con lo real. Consigue plasmar con su escritura lo que no alcanzo a expresar como hace él, y entonces callo, llena de gratitud.

Ramón Gaya, La Pietá, Venecia, 1981

En la habitación de su hotel en Venecia, por ejemplo, penetra el sonido de las campanas, “un campaneo extenso, romo, limado, que no parecía sonido, que no era sonido, sino paisaje, carnosidad de paisaje, una carnosidad cegada, nacarada, marina, y todo el cuarto pareció llenarse, inundarse de exterior”. Al leerle, recuerdo otra habitación de otro hotel, en otra ciudad: un cuarto que el tañer de unas campanas colmó de música y, como dice, de exterior, de un paisaje carnal que me obligó a bailar. ¡Bailar campanas! “Yo no había venido a visitar esta ciudad, sino a tocarla”, escribe también, y al leer esas frases, exclamo: ¡exacto! 


Ramón Gaya, Venecia. San Giorgio desde la ventana, 1978
 
Ramón Gaya, Palazzo Ducale, 1953
Ante la Piazza y la Piazzeta, Gaya comprende que “esas dos plazas no eran láminas de arquitectura, lecciones, ejemplos secos, objetos de museo, sino dos seres vivos, dos seres que están allí, de pie, temerariamente, no para coincidir con nuestras leyes o nuestras razones, sino para sumarnos a su vida, para enamorarnos, para hechizarnos, para vencernos si fuera preciso”.

Ramón Gaya, La Piazzeta, Venecia (San Marco y el Ducale), 1953

Ramón Gaya, La Piazzeta, Venecia (San Marco y el Ducale), 1953


De Roma, ya lo vimos cuando la visitamos en el otoño pasado, Gaya destaca su corporeidad, “muy cierta, incluso insolente”, una corporeidad que “no excluye misterio ni secreto interiores”.

Ramón Gaya, Atardecer en el Foro, 1952

Ramón Gaya, Coliseo, 1956

Ramón Gaya, Atardecer romano, 1956

Ramón Gaya, El Foro con lluvia, 1956

Y añade: “Hay algo muy ciego en lo romano -puesto que es carne-, algo muy espeso, insensible, sin salida, sin salvación, o sea, como irremediablemente... feliz”.

Ramón Gaya, El Palatino, 1958

Ramón Gaya, Circo Massimo, 1958


Ramón Gaya, El Tíber, 1971

El atardecer, el río. Tras contemplar el ocaso junto al Tíber, Gaya escribe: “Es inmensa; esta carnosa y sustanciosa belleza es siempre inmensa, descomunal; es casi como un monstruo, y claro, de una fuerza arrolladora, inundadora. Cuando la belleza pasa de no estar aún presente a estarlo ya, es decir, cuando nos topamos de cara con su ser, con su ser entero, de cuerpo entero, se diría que algo -algo que ignoramos- nos ha sucedido en nuestra carne o en nuestra... alma; no es propiamente que de no verla se pase de pronto a verla y nos pueda entonces sorprender, anonadar, asustar, enamorar, apasionar, aprisionar, sino como si de no estar todavía se pasara, más aún que a estar ella, a no estar nosotros, ya que casi nos borra, casi nos suprime. La belleza nos arrastra, diríamos, hacia una orilla extrema, última, de nosotros mismos, y nos deja allí, en ese borde difícil, como desprovistos y desasistidos, sin saber qué hacer, sin tener qué hacer”.

Ramón Gaya, Los baños del Tíber, 1971


Gaya también nos acompañó en nuestro viaje a Florencia, ¿os acordáis?

Ramón Gaya, Florencia desde Boboli


Ramón Gaya, Florencia desde la ventana, 1994
“Hemos correteado, de pasmo en pasmo, todo el día. En Florencia, desde el primer momento, se percibe muy bien su voluntariedad y su laboriosidad magistrales. Estamos en pleno delirio de perfección; aquí todo ha sido llevado a cabo con una mezcla de inspirada osadía y ciencia pura –aunque flexible también–, una ciencia que supiera, en el momento justo, renunciar a su terquedad de ciencia y ceder a una especie de… gracia. El simple trazado de un púlpito, o de una cantoría, o de una cornisa, o de un pedestal, o de un pozo, viene a ser aquí, por una parte, como la imposición de una ley, y por otra, como el dibujo de un capricho, casi de una locura, aunque… armoniosa”.

Ramón Gaya, Florencia desde la ventana, 1991

Y en Florencia, claro, el Arno, en Florencia sus puentes y, entre ellos, Ponte Vecchio.

Ramón Gaya, Ponte Vecchio, 1962

Ramón Gaya, Ponte Vecchio, 1989


Ramón Gaya, En el Retiro, 1976
¿Y España? Vuelve a ella por primera vez en 1960: concluye así su exilio mexicano. A partir de ese momento, visita diversas ciudades españolas: Madrid, Barcelona, Córdoba, Sevilla, Granada, Murcia, Valencia. Todas ellas prenden en su mirada, todas se transforman en nuevos regalos para nuestros ojos:

Ramón Gaya, Torres de la Alhambra, 1991

He dejado, con gusto, hablar a Gaya porque sus palabras valen más que las mías. Mirad, por ejemplo, lo que nos indica acerca de cómo debemos acercarnos al arte –no solo al arte, pienso, sino a todo, en realidad-: con inocencia, con “una especie de ignorancia viva, positiva, limpia, esa ignorancia que es sin duda un último reducto de la sabiduría primera, es decir, de la única sabiduría existente”. Y también nos explica que “el arte no es otra cosa, no puede ser otra cosa que vida, carne viva”. Gracias por decir todo esto, Ramón Gaya, gracias por decirlo y por pintarlo.

Ramón Gaya, Tejados de Madrid, 1961