viernes, 27 de mayo de 2016

Luna





El primer hombre que pisó la Luna fue una niña. Lo sé porque esa niña fui yo. 
Está bien, lo admito: no fui la única. Un tropel de chiquillos pisó la Luna, la ha pisado siempre, la pisa cada dos por tres. ¿O creéis que eso es solo cosa de enamorados, de poetas y de despistados? No, no, este es un asunto serio, es decir, cosa de niños, aunque sean niños poetas, despistados o estén enamorados.

Marc Chagall, Enamorados en un cielo azul


Es asunto que compete también a esos niños que se disfrazan de adultos porque no les queda más remedio que disimular, pero a quienes todos reconocemos desde lejos como los niños que son: el irónico Luciano de Samosata; Cyrano de Bergerac, el de la gran nariz; Julio Verne y H.G. Wells, urdidores de fábulas verdaderas; Georges Méliès, nuestro juguetero favorito, y tantos otros astronautas como ellos, como nosotros. Cada cual sabe cuándo tuvo lugar ese acontecimiento histórico, cómo imprimió su huella, cuál fue su Luna.


René Magritte, Los misterios del horizonte

La mía fue muy modesta: una lunita urbana, un trozo de acera recién asfaltado sobre el cual posé mi pie a los cuatro años, con gran solemnidad. Os aseguro que sentí que estaba en la Luna: no había ya edificios ni coches ni farolas ni semáforos ni ciudad a mi alrededor, sino solo el asombrado silencio del satélite, la huella diminuta de mi pie sobre su superficie. 

Sergii Denysov, Huella

No era aquella una acera concurrida: era, más bien, una acera marginal, olvidada de Dios y de los hombres, de modo que la huella perduró durante bastante tiempo. Cuando pasaba por allí me gustaba colocar mi pie, de año en año alarmantemente crecido, junto a la pequeña huella y recordar el día que pisé la Luna. 

Paul Klee, Sueño profundo

Mucho, muchísimo tiempo antes, un niño mucho mayor de lo que era yo cuando tuvo lugar mi odisea en el espacio, dejó también su huella. El niño tenía unos ocho años. Junto a su huella se aprecia la de un lobo. 

Un niño, una niña: da lo mismo. Un niño y un lobo en una cueva. Ay, mi hermano tan lejano, tan próximo. ¿Cuál de los dos? ¿El niño? ¿El lobo? Ambos.


Hemos saltado, desde la Luna, al mundo de los cuentos. Ya tenemos reunidos a dos de sus protagonistas: el niño y el lobo. No importa que quizás miles de años de diferencia distancien la pisada del niño y la del animal: sus huellas los mantienen unidos desde hace veinte mil o treinta mil años. 

Cueva de Chauvet

¡Veinte mil, treinta mil años! Son muchas lunas, ¿no os parece? Lunas y lunas y más lunas, como las que alumbran poemas, transforman a los hombres en lobo e iluminan, a veces como lunas, a veces como soles, numerosas pinturas. 

Vincent Van Gogh, Noche estrellada, detalle

¡Comienza el espectáculo! Estad atentos, porque la Luna va a aparecer.

Caspar David Friedrich, Pareja contemplando la salida de la Luna

Wassily Kandinsky, Salida de la Luna

La Luna expande azules, derrama enamorados. Lunas que son, a veces, los peces de la noche.

Marc Chagall, Amantes

Azules, esos azules que identificamos con las noches, pero también la sorpresa del verde.

Vincent Van Gogh, Paseo a la luz de la Luna

La Luna se refleja en las aguas sobre las que imprime el movimiento. Forman una buena pareja: es fácil verlas pasear, de la mano, por los cuadros.

Claude Monet, Reflejos de la Luna junto al puente de Charing Cross

Edvard Munch, Claro de Luna

Se asoma también a las moradas de los hombres: luz y, a veces, piedra.

André Poffé, Pareja en una calle

Patrick O’Hare, Luna llena sobre Nerja

Cuántos juegos con la Luna. Hay quien la pide y quien no la pide: incluso alguno se plantea la posibilidad de tener una luna privada.

Leonid Tishkov, La luna privada

Pobre luna prisionera, ¿verdad? Aunque, como sabemos, la primera obligación de un prisionero es escapar, así que eso es lo que hace la Luna de Kandinsky. hasta refugiarse en el azul.

Wassily Kandinsky, Evasión

Wassily Kandinsky, Azul

Lunas. Un día os contaré por qué a veces digo que mi camino comenzó allá donde había terminado el de Georges Méliès. ¿En la Luna? Bueno, tal vez, aunque ahora no me refería exactamente a eso.

Georges Méliès, El viaje a la Luna



Bien, amigos. ¿Quién me acompaña a la Luna?
 
René Magritte, La ventana de Melusina

   
   

viernes, 20 de mayo de 2016

Un cuadro no es un caballo: Maurice Denis





Maurice Denis (1870-1943)




A los veinte años se baila el vals en París, girando en brazos de la voz de Jacques Brel, se escriben Los cantos de Maldoror o, como hizo Rimbaud, se abandona la literatura. A los veinte años se pronuncian –y también se escriben- frases como “un cuadro -antes de ser un caballo de batalla, una mujer desnuda, o cualquier anécdota- es esencialmente una superficie plana recubierta de colores asociados según un orden determinado”. Ese tipo de frases, ya sabéis, que a uno le persiguen toda la vida, de las que no hay forma de despegarse, y no porque quien la profirió llegue a refutarla, sino porque con razón podría exclamar: ¡pero desde entonces he dicho muchas más cosas! Las dijo, las escribió. Y las pintó. Me refiero, claro, a Maurice Denis.

Maurice Denis, Los pinos en Loctudy, 1894

Después llega Octavio Paz, toma la frase de Denis, la condensa y dice: “La pintura de la presencia cambió a la pintura como presencia”. El arte moderno.

Maurice Denis, El puente guardavías, 1914

No me gustan las etiquetas. En ningún aspecto. Los que nos ocupamos de la historia en general y de la historia del arte en particular las utilizamos con enorme escepticismo, tan solo para intentar organizar un poco lo que sabemos que escapa a ese orden, para traducir de forma inteligible lo que es irreductible a cualquier traducción. Los propios artistas, de forma evidente desde el siglo XIX y a lo largo del XX, juegan con aparente entusiasmo a colgarse a sí mismos esas etiquetas, a inscribirse en grupos, a abrazar los ismos. Algunos se lo toman en serio. Otros juegan. Hacen bien.

Maurice Denis, Manchas de sol en la terraza, 1890

En el caso de Maurice Denis, podemos hablar de los nabis y del simbolismo, de ciertas remembranzas modernistas, de un viaje a Roma con André Gide, en 1898, que le conduce hacia el clasicismo, de unos breves escarceos divisionistas, siempre del afán por la decoración, del japonesismo, de la planitud de sus formas, de la sencillez de sus composiciones, de la síntesis y la depuración, de una sosegada búsqueda de la esencialidad.

Maurice Denis, Paraíso terrenal, 1892

Maurice Denis, Paisaje campestre, 1897


Maurice Denis, Capilla en Kernivinen, 1909
Desde Saint-Germain-en-Laye, donde transcurrió casi toda su vida, Maurice realiza frecuentes viajes a dos lugares muy importantes para él, para su arte: Bretaña e Italia. Le entiendo, vaya si le entiendo. Realizó también un viaje a Alemania, en 1903, y tres años después visitó a Paul Cézanne en Aix-en-Provence: una visita a la que me habría apuntado, sin dudar.

Maurice Denis, Iglesia de Santo Domingo en Siena, 1907

Qué luces tan distintas, ¿verdad?

Maurice Denis, Paisaje bretón en amarillo, 1891

Maurice Denis, Vista del Foro, 1904

Maurice Denis, Siena


Paul Gauguin, La visión después del sermón, 1888

Si hablamos de Bretaña y de los nabis, no hace falta evocar de nuevo El talismán, la pequeña pintura de Paul Sérusier que, al regreso de este de Bretaña, causó tal impacto en el grupo de “los profetas”, ni la fuerte influencia de Paul Gauguin sobre estos. Incluso en detalles tan importantes como la disposición de las figuras tocadas con cofias y tocas o los árboles que tienen la manía de crecer en medio del lienzo, dividiendo la composición:

Maurice Denis, Bretonas en La Mare, 1892

Maurice Denis, Huérfanos, 1891

¿Árboles? Son muchos los que brotan de los pinceles de Denis, numerosos los bosques que acogen a sus personajes.

Maurice Denis, Los árboles verdes, 1893

Maurice Denis, Camino entre árboles, 1891

Los bosques son lugares para pasear, para recoger hierbas y flores silvestres, para charlar, para entregarse a la danza, para disfrutar.

Maurice Denis, Mujer de azul, 1899

Maurice Denis, Mañana de Pascua, 1891

Maurice Denis, Las musas, 1893

Maurice Denis, Danza alrededor del árbol, 1914

Maurice Denis, Paisaje en Huelgoat, 1928

El bosque es sagrado. Es uno de los paraísos de Maurice Denis: también lo son el mar, los jardines.

Maurice Denis, Adán y Eva, 1924

Maurice Denis, Primavera, 1894

Maurice Denis, Paraíso, 1912

Quizás lo son, incluso, esas terrazas desde las que nos asomamos al paisaje. Algo tan sencillo como eso.


Maurice Denis, Terraza en Tonquedec, 1913

Maurice Denis, Terraza en Thonon, 1943

Maurice nos conduce a través de las estaciones, del sol y de la lluvia.

Maurice Denis, Abril, 1892

Maurice Denis, Tarde de septiembre, 1891

Maurice Denis, Noche de octubre, 1891

Maurice Denis, Surcos en la nieve, 1895


Maurice Denis, En la playa, 1892

“La noción de sol cambia –nos cuenta Denis en su artículo “El sol”-. Es, desde los impresionistas, el dios de la pintura moderna. Los impresionistas fueron sus primeros fieles; los neoimpresionistas, más tarde, instituyeron en su honor toda una liturgia”. Maurice Denis, os lo he dicho, conoce el sol, y también la lluvia, los atardeceres, los reflejos de la luz sobre las aguas.



Maurice Denis, Lluvia en Bretaña, 1889

Maurice Denis, Recuerdo de una tarde, 1890


Maurice Denis, Cupido y Psique, 1908-09
Desde los pequeños formatos a los que se ciñe en sus años nabis, salta a las grandes decoraciones: “muros, muros para decorar”, reclaman los profetas, y después son los propios muros los que pronuncian el nombre de Denis, uno de los artistas más solicitados para este tipo de decoraciones en el período de entreguerras. Fueron muchos los edificios públicos y privados donde dejó su huella: la cúpula del teatro de los Campos Elíseos y el Petit Palais, en París; los domicilios del marchante de arte Siegfried Bing y del barón Henry Cochin; el salón de música de Ivan Morozov en Moscú, de quien hablamos cuando nos visitó Natalia Goncharova, y para quien pintó en tres paneles la historia de Cupido y Psique…

Maurice Denis, Leyenda de San Huberto, 1897-98



Maurice Denis, Los peregrinos de Meaux (litografía), 1895

Muchas de sus decoraciones fueron realizadas para templos. Denis se ocupó en numerosas ocasiones de los temas religiosos, interpretados de un modo próximo y con la serenidad característica de este hombre apacible.


Maurice Denis, Decoración de la capilla del Collège Sainte-Croix du Vésinet, 1899


Maurice Denis, Las santas mujeres ante la tumba, 1894

Maurice Denis, Procesión vespertina en Folgoet, 1926


Y es este hombre tranquilo, amante de una vida doméstica que representó en muchas de sus obras y que tuvo ocho hijos de sus dos matrimonios, quien nos dice que toda obra de arte es “el equivalente apasionado de una sensación recibida”. Apasionado, sí, porque a veces esa aparente calma reviste la pasión.


Maurice Denis, Malabarista




¿Cómo? ¡Se ha hecho tardísimo y yo todavía estoy aquí! Así que, sin calma alguna, echo a correr mientras os digo: ¡hasta la semana que viene!

Maurice Denis, Niña con vestido rojo, 1889