martes, 20 de diciembre de 2016

Amarula, por Carmen Andreu López





África eres preciosa. 
Y tocaste mi alma, y por ti moriría de placer. 
África eres desierta.
Y el retrato de la pobreza.
África eres bonita.
Y me continúa latiendo el corazón como si de un bongó se tratase.
África eres cercana.
Y mi continente vecino y no te olvidaré nunca.
África eres mágica.
Y mi amiga viajera y compañera de mis arriesgadas aventuras. 

(Gabriela Mistral)




Amarula caminaba cadenciosamente por una serpenteante senda arenosa. Estaba acostumbrada a recorrer una gran distancia a diario desde la aislada choza donde vivía con su numerosa familia hasta el poblado en el que una conocida ONG había construido el rudimentario edificio de hormigón que hacía las veces de escuela u hospital. Desde muy niña había adquirido el hábito de tomar las cosas con alegría y por ello rara vez era consciente de vivir bajo circunstancias difíciles. En África las mujeres poseen esa virtud.







Amaba tanto o más ir a la escuela y aprender que a sus gentes y su propia tierra. En ella, se sentía segura pisando un suelo de incertidumbre que variaba a merced de las lluvias, el viento o la sequía.


Arena entre mis dedos
bajo mis pies de plomo
arena voladora
arena buena 

(Mario Benedetti)





Sabía que al llegar a la escuela, casi por arte de magia, su horizonte se ampliaba y su espíritu volaba de árbol en árbol como los calaos de pico amarillo en busca de alimento. Antes de tomar asiento en el primer banco de madera frente al encerado, depositaba tímidamente en la mesa de la profesora el collar perfumado de un nenúfar rosa que había confeccionado durante su larga y solitaria caminata. En África no hay manzanas que regalar.







Aquel día, de regreso a casa, Amarula se entretuvo con las acacias. Quería llevar un sonajero para su nuevo hermano. Con el recién llegado, ya eran ocho miembros y sabía que a su madre aún le restaban muchos años para seguir pariendo. Ojalá fueran todos niños. En África, los varones son bien recibidos en las familias, no así las hembras. 

Antes de cenar, había que recoger el reducido rebaño de vacas y cabras, sostén  de la familia. Amarula y su hermano Birogo eran los encargados de reunir los animales y conducirlos al cercado.



Dentro, en la casa, frente al fuego, esperaba su madre que, con el más pequeño sentado en su regazo, llamó la atención de Amarula con un ligero movimiento de cabeza.
- Tu padre ha concertado hoy tu matrimonio. Deberás prepararte para ser una buena esposa. A partir de mañana, ya no irás más a la escuela.

En África, los estudios de las niñas es asunto prescindible.

Amarula lloró esa noche y muchas otras hasta que sus ojos perdieron el brillo inocente y la sonrisa se le desdibujó del rostro. Por primera vez supo reconocer que estaba viviendo una circunstancia difícil para la que no estaba preparada. Sabía que aquel momento trascendental para toda mujer africana habría de llegar algún día, pero deseaba con todas sus fuerzas que fuera muy tarde, después de haber ampliado tanto su horizonte en la escuela que incluso su imaginación, por sí sola, fuera incapaz de mostrárselo. Esa era la magia  y la dicha que saboreaba entre las páginas de los libros que leía. En África, las niñas sueñan con ser esposa y madre.




Mi corazón está dichoso, 
mi corazón echa a volar, cantando, 
bajo los árboles de la selva, 
la selva nuestro hogar y nuestra madre.
En mi red he atrapado
un pequeño pájaro.
Mi corazón está atrapado en esa misma red,
en la red con el pájaro.  

(Canción popular pigmea cuando una mujer da a luz)





Meses después, Amarula se convirtió en la primera esposa de Juma y tardó poco tiempo en amamantar y mecer un retoño entre sus brazos.

Ahora, de camino al poblado desde su nuevo hogar, suele confeccionar un collar con un perfumado nenúfar rosa que luego se cuelga sobre el pecho. Ya no tiene a quién regalárselo, pero sabe con certeza que dentro de unos años, enseñará a sus hijos cómo confeccionarlos para que, al llegar a la escuela, lo depositen en la mesa de la profesora. En África, las madres no ofrecen regalos a los maestros. Ellas ya no van a la escuela. 





Te dejo con tu vida 
tu trabajo
tu gente
con tus puestas de sol 
y tus amaneceres 
sembrando tu confianza 
te dejo junto al mundo 
derrotando imposibles 
segura sin seguro 

(Mario Benedetti)





Cuando muera, no me entierren bajo los árboles del bosque, 
le temo a sus espinas. 
Cuando muera, no me entierren bajo los árboles del bosque,
le temo al agua que gotea. 
Entiérrenme bajo los grandes árboles umbrosos del mercado
quiero escuchar los tambores tocando 
quiero sentir los pies de los que bailan. 

(Anónimo)




***

Decir “África” desencadena, de inmediato, la pregunta de “¿qué África?”. ¡Son tantos y tan diferentes sus paisajes, sus gentes, sus lenguas, sus tradiciones! Sea como sea, qué potente es la voz de África, su llamada. Es nuestra madre, la madre de todos: de allí venimos.





Yo nunca he estado en África, pero Carmela sí, y de allí llegó enamorada, con ese entusiasmo suyo, con su mirada inteligente y limpia, con su despierta sensibilidad, para compartir con nosotros el deslumbramiento de su pasión. Ella nos regala este bello texto que ha escrito para nosotros, Amarula, y todas estas fotografías de las que es autora.

Gracias, amiga.





   
 
  

jueves, 15 de diciembre de 2016

Los silencios de François Avril




François Avril (1961)

 
Mi hermano era insultantemente guapo. Las señoras, al verle, nos detenían por la calle y exclamaban “¡qué niño tan guapo!”, mientras yo ponía cara de monito. “Y esta es la pequeña –decía mi madre, señalándome-. Nena, no pongas cara de gorila”. Las buenas mujeres me miraban con algo de pena y decían: “¡qué simpática!”. De ahí extraje dos conclusiones: la primera, que era sorprendente el modo en que mi madre confundía a un gorila con un mono; la segunda, que lo contrario de “guapo” debía de ser “simpático”, de modo que cuando veía a un señor muy feo por la calle, afirmaba, jubilosa: “¡mira qué señor tan simpático!”. Algunos de ellos me agradecían la galantería con una mueca espantosa que les hacía más simpáticos aún.



Moebius, El garaje hermético
A mi hermano le perdoné la guapura porque me enseñó a boxear, a apreciar músicas capaces de desquiciar a nuestros padres (ya sabéis: Led Zeppelin, Deep Purple…), porque pasó a mis manos su vieja bicicleta, porque heredaba su ropa, que me estaba enorme, porque me enseñó a tomar correctamente las curvas con la moto y porque me prestaba sus tebeos. Con el paso de los años, estos empezaron a llamarse comics, y de la mano de aquel niño tan guapo que se había transformado primero en un horripilante adolescente y después en un joven más o menos normal, me hice amiga de Lucky Luke, de Corto Maltés, del Teniente Blueberry y de muchos otros personajes que aún forman parte de mi vida. Sufrí las tropelías de los inicuos (que no inocuos) hermanos Dalton, viví muchísimas aventuras con nuestro marinero favorito y accedí al garaje hermético para descubrir, con sorpresa, que Jean Giraud y Moebius eran la misma persona. Gracias a las enseñanzas fraternas, supe también lo que era la línea clara.

Hugo Pratt, Corto Maltés

La línea clara es un estilo de ilustración de origen franco-belga. El término, acuñado por el holandés Joost Swarte en 1977 y referido, en principio, a Hergé, el “padre” de Tintín, alude tanto a la sencillez de los trazos del dibujo como a la de la historia narrada. Los aficionados españoles recordaréis, tal vez, la revista Cairo, un buen ejemplo de esta tendencia en la ilustración. A esta misma corriente se adscribió desde sus inicios François Avril, un interesante artista francés cuyos trabajos, caracterizados por su gracia y por una depuración formal que los aproxima al minimalismo, han tenido una interesante evolución a lo largo del tiempo. 



Muchas de sus obras reflejan ambientes urbanos. Oscila en ellos, como en los paisajes por los que más tarde pasearemos, entre la figuración y la abstracción, el cromatismo intenso y una casi monocromía. Un rasgo frecuente es la representación de las ventanas de los edificios con unas sencillas líneas verticales: una verticalidad que impera en muchas de las construcciones que dibuja. Fijaos también en la sencillez de las figuras humanas representadas y en la armonía de sus movimientos. ¡Cuánto puede decirse con tan poco!






Hablamos de verticalidad, de esas líneas que apuntan desde el suelo hasta el cielo a través de los perfiles de los edificios, de sus ventanas como rasguños, de las farolas y las grúas, de los postes que sustentan las señales, de los propios ciudadanos con sus cuerpos escuetos, filiformes. Una ciudad que crece incesantemente hacia la altura. París, Bruselas, Nueva York, Tokio… No importa su nombre ni su emplazamiento geográfico. Es una ciudad, la ciudad, que se pone de puntillas.
 




¿Verticalidad? Sí, pero también dilatación horizontal en sus plazas y en sus amplias avenidas, ceñidas siempre por los edificios, ¡para que no se desborden y escapen los espacios!





Algunas de estas vistas urbanas nos muestran una gran superficie pintada con un color intenso. El amarillo, el azul, el rojo –sobre todo el rojo- estallan en esos panoramas de los que los otros colores parecen ausentarse. Enmarcados por estos intensos fondos cromáticos, los personajes caminan, se detienen a charlar, aguardan la llegada del autobús, trabajan, leen el periódico o pasean al perro. La vida de la ciudad, de cualquier ciudad, en suma.



  

Observad a este hombre que encola un muro para pegar un cartel. ¿Es eso todo lo que hace, encolar un muro para pegar un cartel? ¿O acaso prepara esa superficie para horadarla y trascenderla por medio de una imagen que, sobrepuesta a la imagen de la ilustración, la dota de un significado y una visión distintos, convirtiéndola en otra?




En la ciudad se abren ventanas a través de los carteles, de los escaparates que sirven como medio no solo para la función parlante de la urbe, sino también para que la naturaleza –la visión de la naturaleza- irrumpa en ella. Horizontes, mares, islas, árboles que vienen a sumarse a aquellos que crecen en los jardines, parques y calles de las ciudades. Salitre, oxígeno, ozono, brisas, apertura, respiro: atisbos de un mundo que se extiende más allá de cementos y de asfaltos.



¿Naturaleza? ¿Y si dejamos atrás la ciudad con sus altos edificios y sus panoramas cerrados para escaparnos? ¿Adónde? Por ejemplo, a la costa, al consuelo y abrazo del mar. Mares salpicados de islas a los que nos asomamos desde playas y acantilados: paisajes, en muchos casos, de la costa bretona, una tierra que asoma con frecuencia a la obra de Avril. La geometría organiza también estos paisajes y, con ella, se expande el tan amado silencio.





Tú no conociste a François Avril, hermano, pero sé que te habría gustado. Va por ti.