viernes, 29 de julio de 2022

El temblor del ángel

 


Pensar, lo que se dice pensar, parece ser que no piensan demasiado. Por eso, y por su ausencia de lógica, algunas personas afirman que son tontos, pero yo creo que se equivocan. Ellos, en realidad saben y ven mucho, aunque no vean ni sepan todo, claro. Ven y saben de otra manera. A través de la intuición, por ejemplo.

No necesitan nada del exterior: los acontecimientos que “al hombre le proporcionan un mayor conocimiento del mundo y de sí mismo, le sirven de espejo, fijan sus límites, sus posibilidades, y le ayudan a designarse con nombres”, les son innecesarios.

Carecen de instintos, emociones y necesidades. Su único instinto “es el de la compasión. Una compasión infinita y pesada como un firmamento”.

El ángel tiembla “como solo puede temblar un ángel, que no tiene cuerpo”.


Paul Klee


Todo esto lo cuenta Olga Tokarczuk, que sabe de la ternura de los ángeles.




Hay en el libro fronteras invisibles, un juego de los mundos, agujeros por donde la realidad se escapa y también “lugares donde la materia se crea a sí misma y surge de la nada. Siempre se trata de pequeños terrones de la realidad, insignificantes para el todo y que por tanto no amenazan al equilibrio del mundo”.

Está el tiempo de los animales y de los niños pequeños y de los ángeles y de las personas que no son como las otras personas. Hay también sellos y muchas más cosas: incluso molinillos de café que, tal vez, “sean el eje de la realidad en torno al cual todo gira y evoluciona; tal vez, sean más importantes para el universo que los propios hombres”.




Leo en otro libro acerca de un molinillo que muele el tiempo, la edad del mundo. Está guardado por nueve cerrojos y encerrado bajo tierra. Se habla de él en el Kalevala, la epopeya finlandesa recopilada por Elias Lönnrot en el siglo XIX.




Recuerdo ahora un breve texto de Derrida: “¿Cómo no temblar?”. Nos habla de las bombas, de la enfermedad, del terremoto, del trémolo de la voz: “se puede temblar de miedo y se puede tener miedo de temblar”. No podemos “no temblar en el momento de pensar, de escribir y, sobre todo, de tomar la palabra”. Temblar de frío, de emoción; temblar, también, “en el sentido del deber, del pudor, de la decencia y de la modestia, también del valor, incluso ahí donde se tiembla de miedo”; “aceptar la falla, el fracaso, el desfallecimiento”: “dudar, tartamudear, hablar con voz entrecortada”.




Temblar como un ángel, como un árbol, como el agua, como la tierra. O, tal como lo leemos en el Zohar, como Dios: cuando “estaba a punto de crear al hombre, entonces comenzó a temblar arriba y abajo de todas las criaturas”. 

Se pusieron a temblar los textos. Temblaron en Calasso los -ṛṣi, conocidos también como vipra, “una palabra que indica vibrar, estremecerse, temblar. Inmóviles, encerrados en la jaula de la mente, vibraron. Se criaron tapas en sí mismos” (tapas: calor, ardor). Martin Buber nos habló de los temblores de Baal Shem Tov: temblaba él y el agua en la tinaja y el grano en su saco. Y él ardía.









“Solo busco pensamientos que tiemblan”, escribe Quignard.

Como un árbol, como el agua, como la tierra, como las llamas.





Temblar como si se acercase un Tyrannosaurus rex. ¿Pero es que acaso no se acerca a cada instante?



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