viernes, 17 de octubre de 2014

Un enigma arquitectónico




Hoy voy a hacer una pequeña trampa. Os planteo un supuesto enigma arquitectónico, para ver qué soluciones proponéis. El domingo pondré la respuesta en los comentarios de esta entrada.

Os voy a mostrar algunas fotografías de dos edificios construidos en Roma por Francesco Borromini: San Carlo alle Quattro Fontane, conocido como San Carlino por su pequeño tamaño, y Sant’Ivo alla Sapienza, la iglesia de la Universidad de Roma.

Mirad el edículo que hay en el cuerpo central del piso superior de San Carlino y comparadlo con el edículo de este templo de El Deir, en Petra (Jordania), conocido como El Tesoro. 



Lo muestro con más detalle:



Fijaos también en la torre lateral que aparece en la parte superior izquierda de la imagen, en San Carlino:


La torre es similar a la rotonda que forma la base de la linterna en Sant’Ivo:


¿Su forma no os recuerda a la del Templo de Venus de Baalbek, en Líbano?


Hablemos de fechas: Borromini construyó Sant’Ivo alla Sapienza entre 1642 y 1660; la fachada de San Carlino data de 1667-1668. El Tesoro, en Petra, data del siglo I a.C.; el Templo de Venus, en Baalbek, probablemente del siglo II d.C.

Podría pensarse que Borromini se inspiró en estos edificios antiguos. Sin embargo, Petra no fue conocida en occidente hasta el siglo XIX, y las primeras excavaciones en Baalbek comenzaron en 1900.


¿Cómo pudo Borromini, a mediados del siglo XVII, inspirarse en esas antiguas y, en la fecha, desconocidas construcciones? 

Se acepta todo tipo de hipótesis, por descabelladas que puedan parecer. Ya sabéis: el domingo, la respuesta.

 

miércoles, 15 de octubre de 2014

Una naturaleza inalcanzable




En muchos cuadros vemos cómo el paisaje aparece dentro de un marco, ya se trate de una ventana, ya de otro tipo de embocaduras naturales o artificiales. Este recurso al enmarcamiento de la vista, muy próximo al teatro y a los espectáculos ópticos, es frecuente en la pintura romántica.

Karl Friedrich Schinkel, La puerta en las rocas, Staatliche Museen, Berlín, 1818

Se trata de lo que Rafael Argullol denomina “encuadres de la escisión”: marcos que, al tiempo que realzan la vista y acentúan su profundidad, se alzan como muros que la separan del observador y convierten la naturaleza en una realidad aparte. Una realidad mucho mayor, desde luego, que la de los diminutos personajes que aparecen en la zona izquierda del cuadro de Schinkel, y tan inaccesible como la que Friedrich nos muestra en El acantilado de yeso en la isla de Rügen:


Caspar David Friedrich, El acantilado de yeso en la isla de Rügen, Oskar Reinhart Collection, Winterthur, c. 1818

En la misma línea, aunque con una luminosidad diferente, propia del lugar donde se ambienta la pintura, se halla la Gruta sobre la bahía de Nápoles, de Carl Blechen.


Carl Blechen, Gruta sobre la bahía de Nápoles, Wallraf-Richartz-Museum, Cologne 1829

Los marcos que encuadran las vistas pueden ser también artificiales, como la estructura arquitectónica –probablemente, el ojo de un puente- a través del cual contemplamos el paisaje fluvial del Spree en el crepúsculo, pintado por Schinkel.


Karl Friedrich Schinkel, La vista del Spree en Stralau, Staatliche Museen, Berlín, 1817

Carus nos brinda otro ejemplo en el que naturaleza y ruinas se hermanan una vez más para enmarcar una vista nocturna del Coliseo, en la que también aparecen unos minúsculos personajes, apenas discernibles.

Carl Gustav Carus, Vista nocturna del Coliseo, The Hermitage, San Petersburgo, 1830-32

Las vistas enmarcadas, las barcas, las ruinas, los crepúsculos y las noches son elementos frecuentes en la imaginería romántica. Hemos visto, en uno de los cuadros de Schinkel, una barca con tres personajes a orillas del Spree: ahora, gracias al pincel de Carus, navegamos por el Elba en esta otra nave cuya cabina proporciona el marco que encuadra la vista del río, con la ciudad de Dresde al fondo. Dresde, la hermosa Dresde, en espera de sus ruinas.


Carl Gustav Carus, Paseo en barca por el Elba, Museum Kunstpalast, Dusseldorf, 1827





domingo, 12 de octubre de 2014

Solo animales




Hoy quiero llenar de animales esta entrada del blog. 

En ¿Cuántas patas dices que tiene? vimos la dificultad de representar “de oídas” a animales desconocidos para el artista. Comparto ahora con vosotros algunas imágenes de animales que cautivan por su extrañeza, su atmósfera de silencio, su alma.

Algunas de estas criaturas pertenecen al mundo de la fábula, como los unicornios que aparecen en la serie de seis tapices flamencos conservada en el Museo Cluny de París. En 1841, Prosper Mérimée los encontró en el castillo de Boussac.

    
La dama y el unicornio, Musée Cluny, París, finales s. XV



Sobre estos tapices escribieron autores como George Sand, Rainer María Rilke, Tracy Chevalier y Sarah Singleton. Si habéis visto las películas de Harry Potter, recordaréis que adornan los muros de la sala común en Gryffindor.


Muy distinto del sonriente unicornio reflejado en el espejo que le muestra la dama es el que pinta Arnold Böcklin en 1885. El animal, con su pelaje revuelto y una expresión algo desquiciada, acorde con el difícil carácter que le atribuye la leyenda, tiene poco que ver con los elegantes unicornios blancos representados por otros artistas.

Arnold Böcklin, El unicornio, Nationalmuseum, Posen, 1885

De Böcklin es también este pez que escucha, atentísimo, las prédicas de San Antonio:

Arnold Böcklin, San Antonio predicando a los peces, Kunsthaus, Zürich, 1892

Una gran personalidad y elegancia muestra la fascinante jirafa que nos ofrece Jacques-Laurent Agasse, un pintor suizo establecido en Londres, autor de numerosos retratos de animales:

Jacques-Laurent Agasse, La jirafa nubia, Royal Collection of the United Kingdom, Londres, c.1827
No hagamos ruido ahora, porque estos dos amigos, pintados por Franz Marc, descansan:

Franz Marc, Perro dormido, Städel Museum of Frankfurt, 1910-11

Franz Marc, Gato sobre una almohada amarilla, Stiftung Moritzburg Halle (Saale)
Termino con una obra que todos conocemos y admiramos. Fue pintada por Goya en una de las paredes de su casa en Carabanchel, la Quinta del Sordo. 

“Es solo un perro”, dicen algunos. 

¿Solo?

Francisco de Goya, El perro, Museo del Prado, Madrid, 1819-23




miércoles, 8 de octubre de 2014

Linterna mágica




La linterna mágica es un aparato óptico que permite, por medio de lentes, proyectar sobre lienzo, papel, sobre una pared o incluso sobre humo, figuras pintadas en placas de vidrio.

Jean François Bosio, La Linterna Mágica, 1798




El invento se desarrolló durante el siglo XVIII, a partir de las investigaciones realizadas durante el XVII por autores como el jesuita Athanasius Kircher y Johannes Zahn. La proyección doble, en la que se simultaneaba un decorado fijo con una escena en movimiento, fue inventada por Pieter Van Musschenbroek en 1736.

Paul Sandby, Linterna mágica, British Museum,Londres, 1760 ca.

Durante el siglo XVIII, los avances tecnológicos producidos en la fabricación de lentes y en la de los componentes de bronce, propiciaron un gran desarrollo de la linterna mágica, dando lugar a su exhibición ambulante, su uso como diversión doméstica y su aparición en teatros comerciales y, sobre todo, en ferias, a hombros de exhibidores ambulantes.


Como sucede en el caso de otros aparatos ópticos, pronto comenzaron a producirse en serie linternas mágicas para su uso doméstico por parte de los adultos y como juguete infantil. Aunque la linterna mágica tuvo también aplicaciones pedagógicas, misioneras e incluso revolucionarias, el elemento fantástico será uno de sus temas predominantes. 

Anton Pieck, Sesión doméstica de linterna mágica, 1895

El mundo de la linterna mágica, como el de la fantasmagoría, sobre el que pronto hablaremos, es apasionante. Francisco Javier Frutos Esteban lo explica de forma muy clara y amena en sus trabajos, que recomiendo a los interesados en el tema.






domingo, 5 de octubre de 2014

Pasillos y otros sobresaltos




¿Quién, en su infancia, no ha sentido alguna vez temor ante un largo pasillo, en ocasiones mal iluminado? Peor aún si el pasaje tenía esquinas, recodos, espacios para albergar el miedo. Toda una galería de amenazas se desplegaba, día tras día y, sobre todo, noche tras noche, en ese preciso ángulo de la vivienda ante el que nos deteníamos con el corazón desbocado, las piernas paralizadas y el oído atento. 

¿No se escuchaba acaso, remoto y al tiempo aterradoramente próximo, el hálito apenas perceptible de una respiración, el roce de unas telas o unas palabras susurradas en una lengua desconocida? ¿No adivinábamos, en ocasiones, el fulgor del cuchillo o el rastro de una sombra huidiza en la pared?



Sin embargo, el pasillo, para atemorizar, no necesita de recodos. Puede ser también un corredor rectilíneo, de longitudes imposibles, con muros ciegos o, por el contrario, jalonados de puertas cerradas o de cortinas agitadas por un viento real o inexistente, como sucede en el inolvidable fotograma que, en la película de Paul Leni The Cat and the Canary (1927), recoge el avance de la siniestra ama de llaves, quinqué en mano, por un pasillo donde cada cortina parece perfilar un fantasma.

                                                                                     

Paredes, techo y suelo pueden confluir, en oblicuo, para acentuar la opresiva sensación de túnel. Alardes ilusionistas similares fueron aplicados por Borromini en la columnata de la Galería Spada, para hacer parecer más largo un espacio que no lo era tanto. 



En el cine, el recurso técnico del travelling acrecienta el vértigo de lo profundo; en la niñez, el mismo efecto alucinatorio es alcanzado por la fantasía.



Hemos pasado miedo en los pasillos. A un lado estaba la sala, luminosa y cálida, habitada de voces humanas y de risas; refugio del que éramos expulsados o al que debíamos regresar tras haber sorteado los mil peligros que nos tendía la imaginación. 





Lugar de tránsito entre los mundos, sombrío callejón que habita en la vivienda, desfiladero o garganta entre las altas montañas en que nuestro temor transforma las paredes, el pasillo es pariente próximo del pasadizo subterráneo, de las logias de los castillos y de las galerías de los claustros por donde vagan los monjes muertos. 






miércoles, 1 de octubre de 2014

Naufragios




El tema del naufragio goza de una abrumadora presencia en la literatura, la pintura, los espectáculos populares y el teatro de los siglos XVIII y XIX.


Philippe-Jacques de Loutherbourg, Naufragio, Akademie der bildenden Künste, Viena, 1767
 
Al margen de los grandes efectos que el mar embravecido permitía obtener, su representación favorecía el análisis de los reflejos luminosos y la captación de la movilidad, preocupaciones fundamentales para el artista romántico. Los espectáculos de vistas favorecieron la investigación, en este sentido.


Joseph Mallord William Turner, El naufragio, Tate Gallery, Londres, 1805 ca

Podía tratarse de naufragios genéricos, con sus tempestades, rayos, naves zozobradas y desgraciados marineros anónimos, o bien de catástrofes inspiradas en hechos reales, como el naufragio de la fragata Medusa. El suceso, además de inspirar el magnífico cuadro de Géricault, dio lugar a vistas de cosmorama, cuadros disolventes, cuadros vivos y otros tipos de espectáculos.


Jean-Louis André Théodore Géricault, La balsa de la Medusa, Louvre, París, 1818-19

El origen podía ser también literario. El naufragio de Pablo y Virginia, inspirado en la famosísima novela de Bernardin de Saint-Pierre, fue el tema de dramas teatrales, bailes, espectáculos ópticos, pliegos de aleluyas e infinidad de litografías.


Pierre Paul Prud'hon, Pablo y Virginia, finales del siglo XVIII

El naufragio atraía como un canto de sirenas, hasta el punto de que todo hacía aguas, materialmente, en los espectáculos que se ofrecían a la vista del público.



Menos mal que luego llegó el Titanic, que era insumergible.