lunes, 12 de junio de 2017

Musia, Mary y alguien más





Que me perdone Mick Jagger, pero la verdad es que no siento simpatía por el diablo, aunque sí por la canción de los Rolling Stones.   

Encantado de conocerte
Espero que sepas mi nombre
Pero lo que te desconcierta
es la naturaleza de mi juego.

Thomas Cooper Gotch, Estudio para La fiesta de cumpleaños


Giovanni Papini
Sí, desconcierta. Llevo tiempo, por ejemplo, buscando al diablo, pero no, no, no a ese diablo en el que pensáis y al que no tengo deseo alguno de encontrar, sino el libro de Giovanni Papini así titulado, El diablo. Estaba en casa, lo sé: huyó o anda escondido. Busco el libro para ver si, por descuido, reapareció una imagen que hace años me cautivó, que sé que vi en él y que después –cuando aún no había desaparecido el volumen- no conseguí encontrar. ¿Imaginé la ilustración o acaso la vi en otro libro y mi memoria la trasladó de lugar? Lo ignoro, y mientras El diablo no reaparezca, si es que algún día lo hace, no podré comprobarlo. 

Felix Vallotton, La librería

Thomas Cooper Gotch, En el bosque
Os cuento cómo era esa imagen, porque tal vez la reconozcáis y me podáis ayudar. En ella se veía a un joven sentado con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Leía un libro o, tal vez, eso no lo recuerdo, tocaba una flauta. Esto último le habría vinculado con Pan, origen iconográfico de la mayor parte de las representaciones visuales del diablo, aunque la lectura, sobre todo solitaria, sobre todo muda, también podría considerarse como una actividad… diabólica. Al evocar esa figura pienso en la pintura de Vittore Carpaccio, pero no he conseguido encontrarla entre sus obras. Tal vez no sea suya, si es que esa pintura, esa exacta pintura, tal como la recuerdo, existe y no fue algo que soñé. ¿Podría ser de Giovanni Bellini? Pero tampoco consigo hallarla. De un modo u otro, la sensación que producía en mí esa imagen y aún produce su memoria es la de una inmensa melancolía.

Vittore Carpaccio, El bautismo de los selenitas, detalle

Giovanni Bellini, Sacra alegoría

Víctor Hugo, Árbol

El joven leía –o hacía sonar la flauta- bajo un árbol: yo leí el libro de Papini encaramada a mi árbol preferido del colegio o, acaso, a uno de los árboles que me acogían durante las vacaciones. Imaginad a una cría vestida con vaqueros y una camiseta azul cómodamente instalada entre las ramas de un árbol y bebiendo, a través de la lectura, la idea de la reconciliación universal postulada por Orígenes y abrazada por San Gregorio de Nisa, San Jerónimo y pocos más: esa compasión que alcanza a todas las criaturas y que fue retomada por los poetas. “Has sido castigado en el tiempo; has sufrido mucho, porque fuiste el ángel del mal. Pero amaste, una vez. Entra en tu eternidad, El mal ya no existe”, escribe Alfred de Vigny. Y Víctor Hugo: “Et j'efface la nuit sinistre et rien rien reste”.

Georges de La Tour, San Jerónimo, detalle

Owen Gent, Figura sentada
¿Cuántos años tenía en aquellos momentos? ¿Catorce, quince? Sabía que existía el mal: lo sabía desde muy pequeña, como lo saben todos los niños. Ahora, al otro extremo de los años, siento, como entonces, el deseo de que se mantenga alejado de mí: lo más lejos posible. Una niña y una joven querían, en cambio, que el diablo –el diablo: no el mal- fuese su compañía. La niña: Musia. Tiene cinco años. Su nombre completo, por el que la reconoceréis quienes hayáis leído –disfrutado- sus libros es Marina Tsvietáieva. El diablo de Musia, de Músienka, tiene la piel gris, tersa, suave, parece un dogo. Espera sentado en una cama, con gesto indiferente. Y ella le ama. 

Marina Tsvietáieva

Mary MacLane
La muchacha es Mary MacLane: tiene diecinueve años y espera que venga el diablo. Mary pide cielos rojos, pide vida, al diablo le pide la felicidad. Musia, la niña, y la joven Mary sueñan con casarse con el diablo y sueñan también con el agua, con esa larga evocación de Ofelias ahogadas que abrazaron, entre otras, Alfonsina y Virginia. 

 
Mikhail  Larionov, Desnudo azul

Louis M. Eilshemius, Sueños de tentación
“Un coro de dulces voces apagadas me llega constantemente de la nada –escribe Mary-. Mi corazón de madera y mi alma las escuchan con atención. Las voces intentan con todas sus fuerzas contarme algo, ayudarme, pero no las entiendo. Solo sé que está relacionado con las cosas puras y exaltadas y con el amor imperecedero que ha de estar en alguna parte; y con el amor terrenal y la Verdad..., aunque sigo sin entenderlo. Y las voces cantan sobre mí de niña: un canto al pequeño ser hambriento al que nadie quería; y un canto a la criatura a medio crecer que no tenía amor; y un canto a mí, una mujer sola como ninguna... que desea que venga el Diablo”.

August Macke, Desnudo sentado

¡También una serie de voces femeninas alertaba a Musia de que alguien la esperaba! Ella sabía quién era: conocía su cuerpo desnudo de dogo gris.

Owen Gent, Figura

Yo era mayor que Marina y menor que Mary cuando tuve que elegir, entre muchas fotografías, aquella que identificaba con el mal. Todas las imágenes mostraban escenas tristes o violentas, todas eran desoladoras, excepto una. Esa es la que escogí. En ella se veía el rostro de una muchacha. Solo eso. Un rostro normal. ¿Normal?

Bronzino, Retrato de Lucrezia Panciatichi, detalle
“¿Por qué esta?”, me preguntaron los adultos, sorprendidos. “Mirad sus ojos”, respondí. Miraron. Eran aterradores: unos ojos muertos, pétreos, distantes, de extrema frialdad. “Es ella quien, con su indiferencia, permite todo esto”, expliqué mientras, con un gesto de la mano, indicaba las otras fotografías. “Así es”, dijeron. Mi respuesta, en realidad, iba más allá de la indiferencia como un “dejar que pase”. En los ojos de aquella chica asomaba lo que entiendo como mal: el desprecio hacia cualquier criatura viviente, su reducción a cosa que puede ser utilizada, desechada, destruida. Pensad en todo abuso, en toda explotación, en toda violencia, tanto particular como general: ¿no es este su origen?  
He visto en algunas ocasiones esa mirada de hielo y piedra. Seguro que también vosotros la habéis visto. Decidme, ¿no os da miedo? 

Yaroslav Gerzhedovich, Figura

Ni Musia ni Mary sienten temor, porque no es ese el diablo que esperan o que las espera. Imagino que el suyo, donde ahogarse y al tiempo ser salvadas, es palabra, escritura: más allá del amor que nombran.

Erica Hopper, Figura

Yaroslav Gerzhedovich, Figura

No hablo aquí, ya veis, de la iconografía del diablo. He eludido, incluso, las imágenes que lo representan, por bellas o pintorescas o interesantes que puedan ser muchas de ellas. En realidad, no sé por qué escribo este texto que, me temo, entra en la categoría de “raros”: bien poco diabólica soy, os lo aseguro. El caso es que empecé a escribir algo muy distinto, algo que nada tenía que ver con esto, y de pronto abrí un documento nuevo y escribí: “Que me perdone Mick Jagger, pero la verdad es que no siento simpatía por el diablo”.

Giovanni Bellini, Presentación en el Templo, detalle


Pienso ahora, a punto de despedirme, que tal vez debería utilizar el conjuro de Musia para encontrar el libro perdido de Papini: “Diablo-diablo, juega y luego entrega, diablo-diablo, juega y luego entrega...”. Aunque, como Marina escribe: “Una sola cosa jamás me devolvió el diablo - a mí misma”. Y también, como en respuesta al effacer la nuit de Víctor Hugo: “... Las tinieblas no son el mal, las tinieblas son la noche. Las tinieblas son todo. Las tinieblas son las tinieblas. El asunto está en que no me arrepiento de nada. Estas son - mis propias tinieblas”.

Anselm Kiefer, Las célebres órdenes de la noche

Yo añadiría: luminosas tinieblas. Y también esto: una vez se descubre la naturaleza de su juego, ¡se acabó el diablo! 

Thomas Cooper Gotch, El desfile de las linternas

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martes, 30 de mayo de 2017

Casas de árbol, por Luis Díaz Feria





Adoro (soy fan de) las casas de árbol casi tanto como las casas con patas. Ambas sugieren una dosis de retorno, de distancia, de paz, que me atrae sin remedio. Hay árboles que nos acogen bajo sus ramas y son una casa por sí solos, hay también casas plantadas entre los árboles en lugares bellísimos. Todas emocionantes, pero la casa de árbol, la que se hace con toda intención en lo alto del árbol, forma una categoría aparte.


Luis Díaz Feria, Casa de árbol

Trepar a un árbol es un acto instintivo. No hay que echarle mucha imaginación para aceptar que la pulsión de subirse a los árboles es una necesidad atávica. Echamos de menos el árbol porque nacimos en él. Algo profundo y muy viejo nos conduce hipnotizados de vuelta a esas mismas ramas de las que nos expulsó la serpiente condenándonos a colonizar el terruño a golpe de sudor y muerte. En el árbol nos había sido dado vivir sin matar, creemos recordar.

Luis Díaz Feria, Casa de árbol
De niños nos subíamos al árbol –quién no— para sentirnos libres. Inalcanzables para los mayores, que constituían la representación explícita de un mundo lleno de obligaciones, ridículas y absurdas en general, cuya razón de ser no entendíamos. Ahora, de menos niños, seguimos trepando al árbol por las mismas razones, por una necesidad íntima de despegar, de sentirnos elevados sobre la oscuridad pegajosa con la que se tejen las normas de lo correcto y de lo confortable. Y quizá también lo hagamos para que no nos pasen al grupo de los mayores. 

En aquellos tiempos, no se bajaba uno del árbol ni aunque avisasen para merendar. Allí arriba no había necesidad de golosinas ni de ninguna otra cosa, sabedores nosotros de que por las ramas por las que nos andábamos abundaban los frutos y las bayas, si bien las más de las veces en su forma imaginaria.

Luis Díaz Feria, Casa de árbol


De todos los árboles del huerto los que crecían junto a las tapias vecinas eran los más deseados. En virtud de una ley irrevocable se tenía derecho sobre la fruta que crecía sobrepasando el muro, que, dicho sea de paso, solía estar más rica que la de este lado. Así aprendimos, sin llegar jamás a verlo ni conocerlo, que el vecino del fondo era un ser taimado y egoísta. A partir del segundo verano de nuestra etapa arborícola, todos los años sin excepción, al llegar las vacaciones las ramas de sus árboles habían sido recortadas exactamente a plomo con la vertical de la linde. Un trabajo minucioso y concienzudo que no dejaba ni una mísera ramita colgando de nuestro lado.


Se hizo necesario, en consecuencia, recurrir a una segunda norma irrevocable que sólo aplicábamos a la finca del norte: también se tenía derecho sobre la fruta vecina a la que se pudiese llegar con una escoba y el recogedor. La verdad es tampoco duró mucho este nuevo estatus fronterizo. A instancias enfurecidas del vecino horticultor, el abuelo abolió la ley de la escoba, y en cierto modo y sin querer abolió también nuestra desinhibida niñez solidaria. No fue sólo el episodio de la escoba, claro, aquello coincidió sobre todo con que nuestras piernas crecían y un nuevo mundo de hormonas se estaba implantando a ras de tierra.


Luis Díaz Feria, Casa de árbol
 
Los enormes árboles en los que sucedían aventuras cada tarde de verano de pronto se volvían diminutos en proporción a nuestros cuerpos. Por un lado resultaban más fáciles de trepar, pero en cambio no había mucho espacio donde acomodarse un rato. Aunque entonces no lo sabía, esta última constatación de carácter funcional condujo mis pasos hacia la carrera de arquitectura, en la que esperaba armarme con la técnica y la inspiración para llegar a ser un maestro en la construcción de aquellas formidables mansiones arbóreas que salían en las películas de Tarzán.

Como ya habrán imaginado, el currículo universitario se orientaba en otras direcciones, con lo que después de una pila de años ejerciendo, este es el día en que aún no me he estrenado como autor de una sola casa de árbol.



[Inciso: si están pensando en hacerse una casita en el árbol del jardín –o del jardín vecino, ya ven que no es cosa de escrúpulos tontos— por favor no duden en contactar con un servidor].

Luis Díaz Feria, Director de orquesta


Llegados a este punto en el que me ha enredado Carmen, habitual autora de estas páginas, le devuelvo la pelota con un reto relacionado con las casas de árbol. Pregunto desde la ignorancia, ¿quién ha pintado o quién pinta desde lo alto de un árbol, desde ese preciso y precioso punto de vista? 

 

 

martes, 9 de mayo de 2017

Instante de la sombra más corta





“Y yo, José, avanzaba, y he aquí que dejaba de avanzar. Y lanzaba mis miradas al aire, y veía el aire lleno de terror. Y las elevaba hacia el cielo, y lo veía inmóvil, y los pájaros detenidos. Y las bajé hacia la tierra, y vi una artesa, y obreros con las manos en ella, y los que estaban amasando no amasaban. Y los que llevaban la masa a su boca no la llevaban, sino que tenían los ojos puestos en la altura. Y unos carneros conducidos a pastar no marchaban, sino que permanecían quietos, y el pastor levantaba la mano para pegarles con su vara, y la mano quedaba suspensa en el vacío. Y contemplaba la corriente del río, y las bocas de los cabritos se mantenían a ras de agua y sin beber. Y, en un instante, todo volvió a su anterior movimiento y a su ordinario curso”.

Leo Gestel, Paisaje

André Derain, Paisaje

Las palabras que acabamos de leer fueron escritas hacia el año 150. Forman parte del Protoevangelio de Santiago, uno de los evangelios apócrifos surgidos en los primeros tiempos del cristianismo. El pasaje que he citado me interesa por su tema: la pausa en la naturaleza. El cielo detenido, el río que deja de fluir, los animales y los hombres inmóviles… ¡Las aves inmovilizadas en su vuelo, los ojos puestos en la altura y esa mano que queda “suspensa en el vacío”! Una asombrosa quietud que imaginamos –sentimos- colmada de un silencio profundo, de una hiriente, cristalina pureza. El prodigio del instante en que el movimiento se detiene y todo es.

Alfred Stockham, Playa

Escondite inglés (fotografía tomada de internet)
¿Os acordáis de esos juegos infantiles como el escondite inglés, en los que los jugadores deben quedarse completamente inmóviles en el momento en que el “guardián” gira el rostro hacia ellos y les mira? Les mira, como José lanza sus miradas al aire para sumergirse, de súbito, en el prodigio de esa naturaleza quieta. ¿Remitimos esa mirada al objetivo de la cámara fotográfica? ¿Quizás a la mano del artista o a la voz del poeta que intentan aprehender el instante, fijarlo a través de un rápido bosquejo o de unas palabras? ¿O, llenos de atrevimiento, nos lanzamos al discutido tema del papel del observador en la teoría cuántica? No, por supuesto que no. Dejémoslo para quienes saben: yo sé que no sé, por mucho que me apasione el tema, de modo que debo mantenerme en mi papel de… observadora. Quieta. Como un ave detenida en pleno vuelo, como la corriente de un río que, por un instante, deja de fluir. 

Georgia O'Keefe, Colinas

Flautista
“Mediodía; instante de la sombra más corta”, escribe Nietzsche. Llega hasta nosotros el sonido de una flauta: el aire no agita las hojas de los árboles, cielo y tierra enmudecen, el mundo se detiene. Suena la siringa de Pan: es el momento del terror pánico. Lo mismo dice José en el Protoevangelio de Santiago: “y veía el aire lleno de terror”. La música del dios, o su grito, su voz que todo lo llena de estupor y lo enmudece. ¿De forma aterradora? Tal vez. La hierofanía, es decir, la manifestación de lo distinto, de lo sagrado, empavorece o, cuanto menos, sobrecoge. No hace falta desplegar, para imaginarla, un espectáculo apabullante: esta manifestación puede ser tan sencilla como un objeto de uso cotidiano, como un juego de luz o de sombra, como un silencio. O como el sonido de una flauta. Basta con poco. La naturaleza contiene la respiración. 

Pablo Ruiz Picasso, Joven flautista en el bosque

Marta Zamarska, Impresión de invierno 13
De esos instantes tan próximos y tan remotos quiero hablaros, pero en otra ocasión. Ahora escuchamos la flauta de Pan. O el silencio. O ese “después del último sonido” del que nos habla María Jesús Mingot, esa “patria del hombre”:


Cuando se desvanece la última nota

hay un momento privilegiado en el que la expresividad del silencio
alcanza su esplendor.
¿Será patria del hombre este intervalo
en blanco?

Fairfield Porter, Estudio

Caspar David Friedrich, Mediodía

¿Silencio? ¿Ruido? Porque “pánico”, el terror que Pan suscita, no solo significa espanto, sino también alboroto, agitación: lo contrario de esos momentos de pausa en la naturaleza. Quedémonos con lo que queramos; quedémonos con todo: con los rumores de los bosques, con los murmullos del regato y el estruendo de la cascada, pero también con esos instantes en los que calla el árbol y el agua, en su caída, se detiene. ¿Mediodía? ¿Instante “de la sombra más corta; final del error más largo; punto culminante de la humanidad”? No solo mediodía. Este fenómeno de una quietud que es como cumbre y abismo puede revelarse, también, cuando está a punto de romper el amanecer, o arroparse en la noche, o en cualquier otro momento del día, cualquier día. Ahora: siempre ahora.


Nicolas de Staël, La luna

A medida que subía las escaleras de la estación de metro, los peldaños se oscurecían. Alcancé la calle en el momento del eclipse: la ciudad se había sumido en un sueño repentino. La mujer que subía conmigo y yo nos miramos. Fue una de esas miradas que, en su silencio, hablan. Escuchamos, remoto, el sonido de una flauta. La flauta de Pan.

Nicolas de Staël, Calle