Que me
perdone Mick Jagger, pero la verdad es que no siento simpatía por el diablo,
aunque sí por la canción de los Rolling
Stones.
Encantado de conocerte
Espero que sepas mi nombre
Pero lo que te desconcierta
es la naturaleza de mi juego.
Thomas Cooper Gotch, Estudio para La fiesta de cumpleaños
Giovanni Papini
Sí, desconcierta. Llevo tiempo, por ejemplo, buscando al diablo, pero no, no, no a ese diablo en el que pensáis y al que no tengo deseo alguno de encontrar, sino el libro de Giovanni Papini así titulado, El diablo. Estaba en casa, lo sé: huyó o anda escondido. Busco el libro para ver si, por descuido, reapareció una imagen que hace años me cautivó, que sé que vi en él y que después –cuando aún no había desaparecido el volumen- no conseguí encontrar. ¿Imaginé la ilustración o acaso la vi en otro libro y mi memoria la trasladó de lugar? Lo ignoro, y mientras El diablo no reaparezca, si es que algún día lo hace, no podré comprobarlo.
Felix Vallotton, La librería
Thomas Cooper Gotch, En el bosque
Os cuento cómo era esa imagen,
porque tal vez la reconozcáis y me podáis ayudar. En ella se veía a un joven
sentado con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Leía un libro o, tal
vez, eso no lo recuerdo, tocaba una flauta. Esto último le habría vinculado con
Pan, origen iconográfico de la mayor parte de las representaciones visuales del
diablo, aunque la lectura, sobre todo solitaria, sobre todo muda, también
podría considerarse como una actividad… diabólica. Al evocar esa figura pienso
en la pintura de Vittore Carpaccio, pero no he conseguido encontrarla entre sus
obras. Tal vez no sea suya, si es que esa pintura, esa exacta pintura, tal como
la recuerdo, existe y no fue algo que soñé. ¿Podría ser de Giovanni Bellini?
Pero tampoco consigo hallarla. De un modo u otro, la sensación que producía en
mí esa imagen y aún produce su memoria es la de una inmensa melancolía.
Vittore Carpaccio, El bautismo de los selenitas, detalle
Giovanni Bellini, Sacra alegoría
Víctor Hugo, Árbol
El joven leía –o hacía sonar la flauta- bajo un
árbol: yo leí el libro de Papini encaramada a mi árbol preferido del colegio o,
acaso, a uno de los árboles que me acogían durante las vacaciones. Imaginad a
una cría vestida con vaqueros y una camiseta azul cómodamente instalada entre
las ramas de un árbol y bebiendo, a través de la lectura, la idea de la
reconciliación universal postulada por Orígenes y abrazada por San Gregorio de
Nisa, San Jerónimo y pocos más: esa compasión que alcanza a todas las criaturas
y que fue retomada por los poetas. “Has sido castigado en el tiempo; has
sufrido mucho, porque fuiste el ángel del mal. Pero amaste, una vez. Entra en
tu eternidad, El mal ya no existe”, escribe Alfred de Vigny. Y Víctor Hugo: “Et
j'efface la nuit sinistre et rien rien reste”.
Georges de La Tour, San
Jerónimo, detalle
Owen Gent, Figura
sentada
¿Cuántos años tenía en aquellos momentos? ¿Catorce,
quince? Sabía que existía el mal: lo sabía desde muy pequeña, como lo saben
todos los niños. Ahora, al otro extremo de los años, siento, como entonces, el
deseo de que se mantenga alejado de mí: lo más lejos posible. Una niña y una
joven querían, en cambio, que el diablo –el diablo: no el mal- fuese su compañía.
La niña: Musia. Tiene cinco años. Su nombre completo, por el que la
reconoceréis quienes hayáis leído –disfrutado- sus libros es Marina Tsvietáieva. El diablo de Musia, de Músienka,
tiene la piel gris, tersa, suave, parece un dogo. Espera sentado en una cama,
con gesto indiferente. Y ella le ama.
Marina Tsvietáieva
Mary MacLane
La muchacha es Mary MacLane: tiene
diecinueve años y espera que venga el diablo. Mary pide cielos rojos, pide
vida, al diablo le pide la felicidad. Musia, la niña, y la joven Mary sueñan
con casarse con el diablo y sueñan también con el agua, con esa larga evocación
de Ofelias ahogadas que abrazaron, entre otras, Alfonsina y Virginia.
Mikhail Larionov,
Desnudo azul
Louis M. Eilshemius, Sueños de tentación
“Un coro de dulces voces apagadas me llega
constantemente de la nada –escribe Mary-. Mi corazón de madera y mi alma las
escuchan con atención. Las voces intentan con todas sus fuerzas contarme algo,
ayudarme, pero no las entiendo. Solo sé que está relacionado con las cosas
puras y exaltadas y con el amor imperecedero que ha de estar en alguna parte; y
con el amor terrenal y la
Verdad..., aunque sigo sin entenderlo. Y las voces cantan
sobre mí de niña: un canto al pequeño ser hambriento al que nadie quería; y un
canto a la criatura a medio crecer que no tenía amor; y un canto a mí, una
mujer sola como ninguna... que desea que venga el Diablo”.
August Macke, Desnudo
sentado
¡También una
serie de voces femeninas alertaba a Musia de que alguien la esperaba! Ella sabía quién era: conocía su cuerpo
desnudo de dogo gris.
Owen Gent, Figura
Yo era mayor que Marina y menor que Mary cuando
tuve que elegir, entre muchas fotografías, aquella que identificaba con el mal.
Todas las imágenes mostraban escenas tristes o violentas, todas eran
desoladoras, excepto una. Esa es la que escogí. En ella se veía el rostro de
una muchacha. Solo eso. Un rostro normal. ¿Normal?
Bronzino, Retrato
de Lucrezia Panciatichi, detalle
“¿Por qué esta?”, me preguntaron los adultos, sorprendidos. “Mirad sus ojos”, respondí. Miraron. Eran aterradores: unos ojos muertos, pétreos, distantes, de extrema frialdad. “Es ella quien, con su indiferencia, permite todo esto”, expliqué mientras, con un gesto de la mano, indicaba las otras fotografías. “Así es”, dijeron. Mi respuesta, en realidad, iba más allá de la indiferencia como un “dejar que pase”. En los ojos de aquella chica asomaba lo que entiendo como mal: el desprecio hacia cualquier criatura viviente, su reducción a cosa que puede ser utilizada, desechada, destruida. Pensad en todo abuso, en toda explotación, en toda violencia, tanto particular como general: ¿no es este su origen?
He visto en algunas ocasiones esa mirada de hielo y piedra. Seguro que
también vosotros la habéis visto. Decidme, ¿no os da miedo?
Yaroslav Gerzhedovich, Figura
Ni Musia ni
Mary sienten temor, porque no es ese el diablo que esperan o que las espera. Imagino
que el suyo, donde ahogarse y al tiempo ser salvadas, es palabra, escritura: más
allá del amor que nombran.
Erica Hopper, Figura
Yaroslav Gerzhedovich, Figura
No hablo aquí, ya veis, de la iconografía del
diablo. He eludido, incluso, las imágenes que lo representan, por bellas o
pintorescas o interesantes que puedan ser muchas de ellas. En realidad, no sé
por qué escribo este texto que, me temo, entra en la categoría de “raros”: bien
poco diabólica soy, os lo aseguro. El caso es que empecé a escribir algo muy
distinto, algo que nada tenía que ver con esto, y de pronto abrí un documento
nuevo y escribí: “Que me perdone Mick Jagger, pero la verdad es que no siento simpatía
por el diablo”.
Giovanni Bellini, Presentación en el Templo, detalle
Pienso ahora, a punto de despedirme, que tal vez
debería utilizar el conjuro de Musia para encontrar el libro perdido de Papini:
“Diablo-diablo, juega y luego entrega, diablo-diablo, juega y luego entrega...”.
Aunque, como Marina escribe: “Una sola cosa jamás me devolvió el diablo - a mí
misma”. Y también, como en respuesta al effacer
la nuit de Víctor Hugo: “... Las tinieblas no son el mal, las tinieblas son
la noche. Las tinieblas son todo. Las tinieblas son las tinieblas. El asunto
está en que no me arrepiento de nada. Estas son - mis propias tinieblas”.
Anselm Kiefer, Las
célebres órdenes de la noche
Yo añadiría: luminosas tinieblas. Y también esto: una vez
se descubre la naturaleza de su juego, ¡se acabó el diablo!
Adoro (soy fan de) las casas de
árbol casi tanto como las casas con patas. Ambas sugieren una dosis de retorno,
de distancia, de paz, que me atrae sin remedio. Hay árboles que nos acogen bajo
sus ramas y son una casa por sí solos, hay también casas plantadas entre los
árboles en lugares bellísimos. Todas emocionantes, pero la casa de árbol, la
que se hace con toda intención en lo alto del árbol, forma una categoría
aparte.
Luis Díaz Feria, Casa de árbol
Trepar a un árbol es un acto instintivo. No hay que echarle mucha imaginación para aceptar que la pulsión de subirse a los árboles es una necesidad atávica. Echamos de menos el árbol porque nacimos en él. Algo profundo y muy viejo nos conduce hipnotizados de vuelta a esas mismas ramas de las que nos expulsó la serpiente condenándonos a colonizar el terruño a golpe de sudor y muerte. En el árbol nos había sido dado vivir sin matar, creemos recordar.
Luis Díaz Feria, Casa de árbol
De niños nos subíamos al árbol –quién no— para sentirnos libres. Inalcanzables para los mayores, que constituían la representación explícita de un mundo lleno de obligaciones, ridículas y absurdas en general, cuya razón de ser no entendíamos. Ahora, de menos niños, seguimos trepando al árbol por las mismas razones, por una necesidad íntima de despegar, de sentirnos elevados sobre la oscuridad pegajosa con la que se tejen las normas de lo correcto y de lo confortable. Y quizá también lo hagamos para que no nos pasen al grupo de los mayores.
En aquellos tiempos, no se bajaba uno del árbol ni aunque avisasen para merendar. Allí arriba no había necesidad de golosinas ni de ninguna otra cosa, sabedores nosotros de que por las ramas por las que nos andábamos abundaban los frutos y las bayas, si bien las más de las veces en su forma imaginaria.
Luis Díaz Feria, Casa de árbol
De todos los árboles del huerto
los que crecían junto a las tapias vecinas eran los más deseados. En virtud de
una ley irrevocable se tenía derecho sobre la fruta que crecía sobrepasando el
muro, que, dicho sea de paso, solía estar más rica que la de este lado. Así
aprendimos, sin llegar jamás a verlo ni conocerlo, que el vecino del fondo era
un ser taimado y egoísta. A partir del segundo verano de nuestra etapa
arborícola, todos los años sin excepción, al llegar las vacaciones las ramas de
sus árboles habían sido recortadas exactamente a plomo con la vertical de la
linde. Un trabajo minucioso y concienzudo que no dejaba ni una mísera ramita
colgando de nuestro lado.
Se
hizo necesario, en consecuencia, recurrir a una segunda norma irrevocable que
sólo aplicábamos a la finca del norte: también se tenía derecho sobre la fruta
vecina a la que se pudiese llegar con una escoba y el recogedor. La verdad es
tampoco duró mucho este nuevo estatus fronterizo. A instancias enfurecidas del
vecino horticultor, el abuelo abolió la ley de la escoba, y en cierto modo y
sin querer abolió también nuestra desinhibida niñez solidaria. No fue sólo el
episodio de la escoba, claro, aquello coincidió sobre todo con que nuestras
piernas crecían y un nuevo mundo de hormonas se estaba implantando a ras de
tierra.
Luis Díaz Feria, Casa de árbol
Los enormes árboles en los que
sucedían aventuras cada tarde de verano de pronto se volvían diminutos en
proporción a nuestros cuerpos. Por un lado resultaban más fáciles de trepar,
pero en cambio no había mucho espacio donde acomodarse un rato. Aunque entonces
no lo sabía, esta última constatación de carácter funcional condujo mis pasos
hacia la carrera de arquitectura, en la que esperaba armarme con la técnica y
la inspiración para llegar a ser un maestro en la construcción de aquellas
formidables mansiones arbóreas que salían en las películas de Tarzán.
Como ya habrán imaginado, el
currículo universitario se orientaba en otras direcciones, con lo que después
de una pila de años ejerciendo, este es el día en que aún no me he estrenado
como autor de una sola casa de árbol.
[Inciso: si están pensando en
hacerse una casita en el árbol del jardín –o del jardín vecino, ya ven que no
es cosa de escrúpulos tontos— por favor no duden en contactar con un servidor].
Luis
Díaz Feria, Director de orquesta
Llegados
a este punto en el que me ha enredado Carmen, habitual autora de estas páginas,
le devuelvo la pelota con un reto relacionado con las casas de árbol. Pregunto
desde la ignorancia, ¿quién ha pintado o quién pinta desde lo alto de un árbol,
desde ese preciso y precioso punto de vista?
“Y yo, José,
avanzaba, y he aquí que dejaba de avanzar. Y lanzaba mis miradas al aire, y
veía el aire lleno de terror. Y las elevaba hacia el cielo, y lo veía inmóvil,
y los pájaros detenidos. Y las bajé hacia la tierra, y vi una artesa, y obreros
con las manos en ella, y los que estaban amasando no amasaban. Y los que
llevaban la masa a su boca no la llevaban, sino que tenían los ojos puestos en
la altura. Y unos carneros conducidos a pastar no marchaban, sino que permanecían
quietos, y el pastor levantaba la mano para pegarles con su vara, y la mano
quedaba suspensa en el vacío. Y contemplaba la corriente del río, y las bocas
de los cabritos se mantenían a ras de agua y sin beber. Y, en un instante, todo
volvió a su anterior movimiento y a su ordinario curso”.
Leo Gestel, Paisaje
André Derain, Paisaje
Las palabras que acabamos de leer fueron escritas
hacia el año 150. Forman parte del Protoevangelio de Santiago, uno de los evangelios
apócrifos surgidos en los primeros tiempos del cristianismo. El pasaje que he
citado me interesa por su tema: la pausa en la naturaleza. El cielo detenido,
el río que deja de fluir, los animales y los hombres inmóviles… ¡Las aves inmovilizadas
en su vuelo, los ojos puestos en la altura y esa mano que queda “suspensa en el
vacío”! Una asombrosa quietud que imaginamos –sentimos- colmada de un silencio
profundo, de una hiriente, cristalina pureza. El prodigio del instante en que
el movimiento se detiene y todo es.
Alfred Stockham, Playa
Escondite inglés
(fotografía tomada de internet)
¿Os acordáis de esos juegos infantiles como el escondite inglés, en los que los jugadores deben quedarse completamente inmóviles en el momento en que el “guardián” gira el rostro hacia ellos y les mira? Les mira, como José lanza sus miradas al aire para sumergirse, de súbito, en el prodigio de esa naturaleza quieta. ¿Remitimos esa mirada al objetivo de la cámara fotográfica? ¿Quizás a la mano del artista o a la voz del poeta que intentan aprehender el instante, fijarlo a través de un rápido bosquejo o de unas palabras? ¿O, llenos de atrevimiento, nos lanzamos al discutido tema del papel del observador en la teoría cuántica? No, por supuesto que no. Dejémoslo para quienes saben: yo sé que no sé, por mucho que me apasione el tema, de modo que debo mantenerme en mi papel de… observadora. Quieta. Como un ave detenida en pleno vuelo, como la corriente de un río que, por un instante, deja de fluir.
Georgia O'Keefe, Colinas
Flautista
“Mediodía; instante de la sombra
más corta”, escribe Nietzsche. Llega hasta nosotros el sonido de una flauta: el
aire no agita las hojas de los árboles, cielo y tierra enmudecen, el mundo se
detiene. Suena la siringa de Pan: es el momento del terror pánico. Lo mismo
dice José en el Protoevangelio de
Santiago: “y veía el aire lleno de terror”. La música del dios, o su grito,
su voz que todo lo llena de estupor y lo enmudece. ¿De forma aterradora? Tal
vez. La hierofanía, es decir, la manifestación de lo distinto, de lo sagrado,
empavorece o, cuanto menos, sobrecoge. No hace falta desplegar, para
imaginarla, un espectáculo apabullante: esta manifestación puede ser tan
sencilla como un objeto de uso cotidiano, como un juego de luz o de sombra,
como un silencio. O como el sonido de una flauta. Basta con poco. La naturaleza
contiene la respiración.
Pablo Ruiz Picasso, Joven flautista en el bosque
Marta Zamarska, Impresión
de invierno 13
De esos instantes tan próximos y tan remotos quiero hablaros, pero en otra ocasión. Ahora escuchamos la flauta de Pan. O el silencio. O ese “después del último sonido” del que nos habla María Jesús Mingot, esa “patria del hombre”:
Cuando se desvanece la última
nota
hay un momento privilegiado en el
que la expresividad del silencio
alcanza su esplendor.
¿Será patria del hombre este
intervalo
en blanco?
Fairfield Porter, Estudio
Caspar David Friedrich, Mediodía
¿Silencio? ¿Ruido? Porque “pánico”, el terror que
Pan suscita, no solo significa espanto, sino también alboroto, agitación: lo
contrario de esos momentos de pausa en la naturaleza. Quedémonos con lo que
queramos; quedémonos con todo: con los rumores de los bosques, con los
murmullos del regato y el estruendo de la cascada, pero también con esos instantes
en los que calla el árbol y el agua, en su caída, se detiene. ¿Mediodía?
¿Instante “de la sombra más
corta; final del error más largo; punto culminante de la humanidad”? No solo
mediodía. Este fenómeno de una quietud que es como cumbre y abismo puede
revelarse, también, cuando está a punto de romper el amanecer, o arroparse en
la noche, o en cualquier otro momento del día, cualquier día. Ahora: siempre
ahora.
Nicolas de Staël, La
luna
A medida que
subía las escaleras de la estación de metro, los peldaños se oscurecían.
Alcancé la calle en el momento del eclipse: la ciudad se había sumido en un
sueño repentino. La mujer que subía conmigo y yo nos miramos. Fue una de esas
miradas que, en su silencio, hablan. Escuchamos, remoto, el sonido de una
flauta. La flauta de Pan.