martes, 30 de mayo de 2017

Casas de árbol, por Luis Díaz Feria





Adoro (soy fan de) las casas de árbol casi tanto como las casas con patas. Ambas sugieren una dosis de retorno, de distancia, de paz, que me atrae sin remedio. Hay árboles que nos acogen bajo sus ramas y son una casa por sí solos, hay también casas plantadas entre los árboles en lugares bellísimos. Todas emocionantes, pero la casa de árbol, la que se hace con toda intención en lo alto del árbol, forma una categoría aparte.


Luis Díaz Feria, Casa de árbol

Trepar a un árbol es un acto instintivo. No hay que echarle mucha imaginación para aceptar que la pulsión de subirse a los árboles es una necesidad atávica. Echamos de menos el árbol porque nacimos en él. Algo profundo y muy viejo nos conduce hipnotizados de vuelta a esas mismas ramas de las que nos expulsó la serpiente condenándonos a colonizar el terruño a golpe de sudor y muerte. En el árbol nos había sido dado vivir sin matar, creemos recordar.

Luis Díaz Feria, Casa de árbol
De niños nos subíamos al árbol –quién no— para sentirnos libres. Inalcanzables para los mayores, que constituían la representación explícita de un mundo lleno de obligaciones, ridículas y absurdas en general, cuya razón de ser no entendíamos. Ahora, de menos niños, seguimos trepando al árbol por las mismas razones, por una necesidad íntima de despegar, de sentirnos elevados sobre la oscuridad pegajosa con la que se tejen las normas de lo correcto y de lo confortable. Y quizá también lo hagamos para que no nos pasen al grupo de los mayores. 

En aquellos tiempos, no se bajaba uno del árbol ni aunque avisasen para merendar. Allí arriba no había necesidad de golosinas ni de ninguna otra cosa, sabedores nosotros de que por las ramas por las que nos andábamos abundaban los frutos y las bayas, si bien las más de las veces en su forma imaginaria.

Luis Díaz Feria, Casa de árbol


De todos los árboles del huerto los que crecían junto a las tapias vecinas eran los más deseados. En virtud de una ley irrevocable se tenía derecho sobre la fruta que crecía sobrepasando el muro, que, dicho sea de paso, solía estar más rica que la de este lado. Así aprendimos, sin llegar jamás a verlo ni conocerlo, que el vecino del fondo era un ser taimado y egoísta. A partir del segundo verano de nuestra etapa arborícola, todos los años sin excepción, al llegar las vacaciones las ramas de sus árboles habían sido recortadas exactamente a plomo con la vertical de la linde. Un trabajo minucioso y concienzudo que no dejaba ni una mísera ramita colgando de nuestro lado.


Se hizo necesario, en consecuencia, recurrir a una segunda norma irrevocable que sólo aplicábamos a la finca del norte: también se tenía derecho sobre la fruta vecina a la que se pudiese llegar con una escoba y el recogedor. La verdad es tampoco duró mucho este nuevo estatus fronterizo. A instancias enfurecidas del vecino horticultor, el abuelo abolió la ley de la escoba, y en cierto modo y sin querer abolió también nuestra desinhibida niñez solidaria. No fue sólo el episodio de la escoba, claro, aquello coincidió sobre todo con que nuestras piernas crecían y un nuevo mundo de hormonas se estaba implantando a ras de tierra.


Luis Díaz Feria, Casa de árbol
 
Los enormes árboles en los que sucedían aventuras cada tarde de verano de pronto se volvían diminutos en proporción a nuestros cuerpos. Por un lado resultaban más fáciles de trepar, pero en cambio no había mucho espacio donde acomodarse un rato. Aunque entonces no lo sabía, esta última constatación de carácter funcional condujo mis pasos hacia la carrera de arquitectura, en la que esperaba armarme con la técnica y la inspiración para llegar a ser un maestro en la construcción de aquellas formidables mansiones arbóreas que salían en las películas de Tarzán.

Como ya habrán imaginado, el currículo universitario se orientaba en otras direcciones, con lo que después de una pila de años ejerciendo, este es el día en que aún no me he estrenado como autor de una sola casa de árbol.



[Inciso: si están pensando en hacerse una casita en el árbol del jardín –o del jardín vecino, ya ven que no es cosa de escrúpulos tontos— por favor no duden en contactar con un servidor].

Luis Díaz Feria, Director de orquesta


Llegados a este punto en el que me ha enredado Carmen, habitual autora de estas páginas, le devuelvo la pelota con un reto relacionado con las casas de árbol. Pregunto desde la ignorancia, ¿quién ha pintado o quién pinta desde lo alto de un árbol, desde ese preciso y precioso punto de vista? 

 

 

martes, 9 de mayo de 2017

Instante de la sombra más corta





“Y yo, José, avanzaba, y he aquí que dejaba de avanzar. Y lanzaba mis miradas al aire, y veía el aire lleno de terror. Y las elevaba hacia el cielo, y lo veía inmóvil, y los pájaros detenidos. Y las bajé hacia la tierra, y vi una artesa, y obreros con las manos en ella, y los que estaban amasando no amasaban. Y los que llevaban la masa a su boca no la llevaban, sino que tenían los ojos puestos en la altura. Y unos carneros conducidos a pastar no marchaban, sino que permanecían quietos, y el pastor levantaba la mano para pegarles con su vara, y la mano quedaba suspensa en el vacío. Y contemplaba la corriente del río, y las bocas de los cabritos se mantenían a ras de agua y sin beber. Y, en un instante, todo volvió a su anterior movimiento y a su ordinario curso”.

Leo Gestel, Paisaje

André Derain, Paisaje

Las palabras que acabamos de leer fueron escritas hacia el año 150. Forman parte del Protoevangelio de Santiago, uno de los evangelios apócrifos surgidos en los primeros tiempos del cristianismo. El pasaje que he citado me interesa por su tema: la pausa en la naturaleza. El cielo detenido, el río que deja de fluir, los animales y los hombres inmóviles… ¡Las aves inmovilizadas en su vuelo, los ojos puestos en la altura y esa mano que queda “suspensa en el vacío”! Una asombrosa quietud que imaginamos –sentimos- colmada de un silencio profundo, de una hiriente, cristalina pureza. El prodigio del instante en que el movimiento se detiene y todo es.

Alfred Stockham, Playa

Escondite inglés (fotografía tomada de internet)
¿Os acordáis de esos juegos infantiles como el escondite inglés, en los que los jugadores deben quedarse completamente inmóviles en el momento en que el “guardián” gira el rostro hacia ellos y les mira? Les mira, como José lanza sus miradas al aire para sumergirse, de súbito, en el prodigio de esa naturaleza quieta. ¿Remitimos esa mirada al objetivo de la cámara fotográfica? ¿Quizás a la mano del artista o a la voz del poeta que intentan aprehender el instante, fijarlo a través de un rápido bosquejo o de unas palabras? ¿O, llenos de atrevimiento, nos lanzamos al discutido tema del papel del observador en la teoría cuántica? No, por supuesto que no. Dejémoslo para quienes saben: yo sé que no sé, por mucho que me apasione el tema, de modo que debo mantenerme en mi papel de… observadora. Quieta. Como un ave detenida en pleno vuelo, como la corriente de un río que, por un instante, deja de fluir. 

Georgia O'Keefe, Colinas

Flautista
“Mediodía; instante de la sombra más corta”, escribe Nietzsche. Llega hasta nosotros el sonido de una flauta: el aire no agita las hojas de los árboles, cielo y tierra enmudecen, el mundo se detiene. Suena la siringa de Pan: es el momento del terror pánico. Lo mismo dice José en el Protoevangelio de Santiago: “y veía el aire lleno de terror”. La música del dios, o su grito, su voz que todo lo llena de estupor y lo enmudece. ¿De forma aterradora? Tal vez. La hierofanía, es decir, la manifestación de lo distinto, de lo sagrado, empavorece o, cuanto menos, sobrecoge. No hace falta desplegar, para imaginarla, un espectáculo apabullante: esta manifestación puede ser tan sencilla como un objeto de uso cotidiano, como un juego de luz o de sombra, como un silencio. O como el sonido de una flauta. Basta con poco. La naturaleza contiene la respiración. 

Pablo Ruiz Picasso, Joven flautista en el bosque

Marta Zamarska, Impresión de invierno 13
De esos instantes tan próximos y tan remotos quiero hablaros, pero en otra ocasión. Ahora escuchamos la flauta de Pan. O el silencio. O ese “después del último sonido” del que nos habla María Jesús Mingot, esa “patria del hombre”:


Cuando se desvanece la última nota

hay un momento privilegiado en el que la expresividad del silencio
alcanza su esplendor.
¿Será patria del hombre este intervalo
en blanco?

Fairfield Porter, Estudio

Caspar David Friedrich, Mediodía

¿Silencio? ¿Ruido? Porque “pánico”, el terror que Pan suscita, no solo significa espanto, sino también alboroto, agitación: lo contrario de esos momentos de pausa en la naturaleza. Quedémonos con lo que queramos; quedémonos con todo: con los rumores de los bosques, con los murmullos del regato y el estruendo de la cascada, pero también con esos instantes en los que calla el árbol y el agua, en su caída, se detiene. ¿Mediodía? ¿Instante “de la sombra más corta; final del error más largo; punto culminante de la humanidad”? No solo mediodía. Este fenómeno de una quietud que es como cumbre y abismo puede revelarse, también, cuando está a punto de romper el amanecer, o arroparse en la noche, o en cualquier otro momento del día, cualquier día. Ahora: siempre ahora.


Nicolas de Staël, La luna

A medida que subía las escaleras de la estación de metro, los peldaños se oscurecían. Alcancé la calle en el momento del eclipse: la ciudad se había sumido en un sueño repentino. La mujer que subía conmigo y yo nos miramos. Fue una de esas miradas que, en su silencio, hablan. Escuchamos, remoto, el sonido de una flauta. La flauta de Pan.

Nicolas de Staël, Calle