La ciencia, la técnica y la industria suscitan, ya desde finales del siglo XVIII, una doble corriente de fascinación y horror. Todos recordamos a Frankenstein, nacido en una época en la que los llamados "resurrectores" roban cadáveres para abastecer los anfiteatros médicos y las mesas de los cirujanos. Pero no se trata solo de Frankenstein, ni tampoco tan solo de horror. Los avances científicos y técnicos cautivan: constantemente se habla de ellos en periódicos y revistas; acceden a los escenarios teatrales; nutren espectáculos y entretenimientos de todo tipo; se divulgan a través de ilustraciones y de vistas ópticas... Y, sin embargo, el horror está ahí, a la vuelta de la esquina.
Hablaremos de la ciencia en otras ocasiones. Veamos, ahora, qué sucede con la industria. ¿Recordáis el paisaje de Coalbrookdale que vimos al hablar de Louthenbourg y el eidophusikon?
Parece un incendio, ¿verdad? En realidad, representa una industria siderúrgica. Existen muchas otras imágenes similares. Aquí vemos, por ejemplo, una vista de los altos hornos de Lymington realizada por Thomas Allom, un artista relacionado, como tantos otros, con los espectáculos ópticos:
Ya comentamos que las representaciones de la minería, la industria, la técnica o la maquinaria suelen ir asociadas, en el teatro, con accidentes; del mismo modo, en la pintura se asocian las imágenes del infierno con las escenas industriales y mineras, como vemos en El gran día de su ira (Tate Gallery, 1851-53), de John Martin, otro artista vinculado con cosmoramas y dioramas.
La naciente industrialización devora hombres, paisajes, modos de vida. Los niños trabajan en fábricas, talleres, fundiciones, minas; las mujeres también realizan trabajos muy duros, en penosas condiciones. El infierno no está lejos. El arte y la literatura nos lo recuerdan.